—¿Te has dado cuenta de lo que has hecho?
Irene agitó la cabeza con incredulidad.
—¿Buscarte una cita con un hombre guapo, soltero y sexy?
—Es un creído.
—Hombre, algún defectillo tenía que tener.
Clara dejó el pincel de sombra de ojos y miró a su amiga, sin poder
creerse que hace apenas un día estuviera animándola a hacer avances con su
vecino y ahora tuviera el morro de arrojarla en brazos del primer buenorro que
pasaba ante sus ojos.
—Que conste que he aceptado para quitármelo de encima. Tiene pinta de
insistir hasta la muerte.
—Vamos, vamos, no seas exagerada –replicó Irene acariciando a
Scaramouche, que se dejaba hacer con un fuerte ronroneo mientras mantenía las
orejas bien rectas, como si estuviera atento a cada palabra—, ni que fuera un
esfuerzo sobrehumano salir a cenar con un tío bueno y luego… en fin, lo que se
tercie.
Clara dejó el vivo rojo de labios que iba a usar al escuchar esa frase
y que gritaba a viva voz “quiero sexo y tú me lo vas a dar” y tomó un sencillo
y discreto brillo de labios que decía a secas “soy una puritana y jamás
derribarás mis barreras por mucho que lo intentes, nene”.
—Y luego… en fin… nada. Se acabó. Cada oveja a su corrala.
—Dale una oportunidad. Igual luego se revela como el príncipe de tus
sueños.
—Ja. ¡JA! Que sepas que anoche Paco me besó, o sea que Jonathan no
tiene ninguna posibilidad.
Irene estuvo a punto de perder el equilibrio de la impresión. Enrojeció
y palideció sucesivamente, antes de darse cuenta de que lo que creía estar
oyendo no podía ser verdad.
—Joder, ¿me estás hablando de un sueño? –preguntó Irene indignada.
Clara le dio la espalda, avergonzada ante sus propias palabras.
—Mis sueños son muy reales para mí, que lo sepas.
—Cariño, puede que para ti lo sean, pero el resto de los humanos
vivimos en el mundo real. Y espero que la próxima vez que me hables de besos
sean de un tío de verdad o te juro que te negaré el saludo… o te borraré del
Facebook. ¡Lo que más te joda!
Se cayeron mal al primer vistazo.
Jonathan frunció el morro al ver el gato y Scaramouche bufó al ver al
motero, que apenas había cambiado su indumentaria desde esa mañana, si acaso
había cambiado la camiseta negra por una blanca. Clara juraría que los vaqueros
eran los mismos y la cazadora también.
Irene se había ido hacía unos minutos con la excusa de dejarles
“intimidad”.
Mientras miraba a su alrededor sin disimulo, calibrando el valor de
todo lo que veía y descartándolo en dos segundos, Jonathan avanzó hasta el
sofá, donde se dejó caer con un suspiro exagerado.
—¿Estás lista, nena?
Clara buscó en su arsenal de excusas una buena, pero no encontró
ninguna. Era evidente que era del tipo que se las sabía todas. Mejor pasar el
mal trago cuanto antes. Cogió el bolso y se dirigió a la puerta, sin fijarse en
que él hacia ademán de acariciar al gato. Craso error. Scaramouche bufó y le
arañó, huyendo después por la ventana.
Y Clara sabía muy bien cuál era su refugio favorito.
Sin preocuparse de las maldiciones y quejidos exagerados de Jonathan a
sus espaldas, se dirigió al descansillo rumbo a la puerta de su vecino.
No tuvo que llamar, Paco abrió antes de que ella acabara de llegar.
Llevaba su bolsa de lona con las cosas del trabajo en una mano y a Scaramouche
abrazado bajo el otro brazo. El gato parecía alterado pero se dejaba hacer,
quizá porque confiaba en él.
—¿No librabas hoy? –dijo ella estúpidamente.
—He hecho un cambio con un compañero –respondió Paco evitando mirarla,
su vestido sencillo pero elegante justo hasta la rodilla, su pelo suelto sobre
los hombros y esos labios sugerentes y jugosos que parecían pedir a gritos un
beso.
—Yo salgo esta noche –“joder, no le digas eso”.
—Pásalo bien –“espero que tengas una noche horrible y que no vuelvas a
salir jamás”.
—Ya, gracias –“no me digas eso, no quiero pasarlo bien con él, quiero
pasarlo bien contigo”.
—Tengo que irme –“ojalá no tuviera que irme nunca”.
—Adiós –“ojalá no tuvieras que irte nunca”.
Paco le tendió a Scaramouche, que se revolvió contra ella y desapareció
dentro del apartamento de Paco, como recordando que Jonathan esperaba en casa.
Sus manos se rozaron durante unos segundos y él no tuvo más remedio que mirarla
al fin. Clara le sonrió y Paco sintió que se le escapaba una sonrisa a su vez.
Paco sintió unos deseos intensos de besarla. Casi pudo ver la misma idea en los
ojos de Clara, ¿o eran imaginaciones suyas?
—Ese puto bicho es un salvaje, deberías regalarlo. A una palomita como
tú no le pegan los gatos negros –dijo Jonathan a sus espaldas.
Paco pudo ver cómo la mirada, hacía apenas unos segundos cálida de
Clara, se enfriaba.
—¿Y a quién le pega, a una vieja bruja solterona?
Él ignoró el comentario o quizás lo tomó como una broma. En ese momento
vio a Paco y se acercó a él y lo saludó con fuertes palmadas en la espalda.
—¡Francisquito, amigo! ¿Cómo no me dices que tienes a una churri tan
guapa de vecina? ¿La querías para ti, pirata? –nueva palmada, entrecerrar de
ojos de Paco—. Hale, a currar, que el jefe se pone como un bicho cuando
llegamos tarde. Vamos, nena.
Clara hubiera deseado quedarse más que nada, pero Jonathan le tiraba del
brazo de una manera que no podía obviar.
—Tranquila, Scaramouche se puede quedar en casa esta noche. Si rompe
algo te paso la factura –añadió con una sonrisa tensa.
Bajaron los tres en el ascensor en medio de un silencio ominoso. Clara
pensaba que dos compañeros de trabajo tendrían algo más que decirse. ¿Acaso no
se llevaban bien? Los miró de reojo y comprobó que ambos evitaban mirarse. O
más bien, Jonathan miraba su escote y Paco evitaba mirarla a ella. Su suspiro
resonó como un trueno en reducido espacio.
Respiró profundamente y el olor de la colonia de Jonathan estuvo a
punto de marearla.
Solo unas horas se dijo, echando una mirada de reojo a Paco, que no
sabía qué hacer para no cruzar su mirada con la suya.
“Dios, ¿ha sido siempre tan pequeño este ascensor?”, pensó recogiendo
los brazos para evitar rozar a ambos hombres con el traqueteo.
Cuando el ascensor llegó al fin a la planta baja, Paco y Clara se
precipitaron a la vez hacia la puerta, protagonizando un ridículo atasco.
Forcejearon en la puerta luchando porque el otro saliera primero, sin lograrlo.
Nunca habían estado tan cerca. De haber estado solos, seguramente habrían
disfrutado mucho más la situación, pero Jonathan les recordó muy pronto su
presencia con un empujón muy poco caballeroso.
—¡A la mina, Francisquito! Y si ves a una tía buena dale mi número.
Paco no respondió. Estuvo a punto de decirle algo a Clara, pero para
cuando reunió el valor, Jonathan la había montado en la moto y habían salido
volando.
Cuando salió de la guardia estaba cansado, somnoliento y hambriento.
Y enfadado.
Porque no había aprovechado los momentos de tranquilidad para descansar.
Porque no podía dejar de pensar en Clara y en Jonathan. En por qué precisamente
Jonathan entre todos los capullos del mundo.
No estaba celoso, eso seguro. Lo que le molestaba era que ella había
ido a elegir a un tipo que usaba a las mujeres como pañuelos de papel, las
usaba y las tiraba. Y él se preocupaba por Clara, como todo buen vecino.
Abrió la puerta de su apartamento y se sorprendió al ver que
Scaramouche le recibía enroscándose entre sus piernas. Al otro lado del
descansillo, silencio absoluto. ¿Dormía? ¿Estaba siquiera allí?
Apretó los dientes y cerró de un portazo sin poder evitarlo.
—¿Te apetece desayunar con un viejo hombre cansado, gatito?
Scaramouche maulló y se frotó aún más contra sus piernas. Nunca le
decía que no a una comida.
Se sirvió una taza de café, puso las noticias, como cada día, y le
sirvió una lata de atún al gato en un cuenco que usaba cada vez que recibía su
visita.
—¿Volvió tu dueña anoche?
Paco esperó unos segundos eternos mientras el gato comía, hasta que
cayó en la cuenta de lo absurdo que era esperar una respuesta de un felino.
¿A quién quería engañar? Estaba celoso. Celoso como el diablo.
Scaramouche alzó las orejas, atento a algún sonido que él no captaba.
Entonces lo escuchó, lejano, al otro lado de la pared… “Reloooooj, no marques
las horaaaaaaassss…”.
Paco sonrió y alzó su taza a modo de brindis silencioso.
—¿Tú crees que es una buena señal?
El gato maulló suavemente y volvió a su manjar.
—Estupendo.
Sintiéndose absurdamente más ligero, Paco enfiló la ducha y después se
metió en la cama, sabiendo que, quizá, después de todo, sí podría dormir hoy.
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