—Scaramouche, como no vuelvas a la de ya, te llevaré al veterinario a
que te corten esas pelotas de las que tanto presumes.
Paco no supo si se había despertado ante la impactante frase o por el
húmedo beso en los labios. Abrió los ojos, sorprendido, y se encontró con los
ojos más verdes que había visto jamás a unos escasos centímetros de los suyos.
El felino de brillante pelaje negro maulló y le regaló otro lametón
antes de que se pudiera apartar.
Por la puerta del balcón, abierta de par en par, por donde seguramente
se había colado el intruso, volvió a llegar la voz de Clara en un susurro
alarmado.
—Vamos, cariño, ven, toma comidita rica. No le molestes, que está
durmiendo.
Paco acarició al gato, que se lo agradeció con un sonoro ronroneo y un
plácido entrecerrar de ojos.
—¿Le das muchos sustos a tu dueña, gatito? –le preguntó— ¿Le damos
otro?
El gato maulló suave en respuesta, probablemente diciéndole que
siguiera rascándole en lugar de preguntarle tonterías.
Paco apartó las mantas con cuidado y se levantó, alzando después al
gato con cuidado. Salió al balcón y saludó a su vecina con una sonrisa.
Clara se quedó petrificada al verle, vestido apenas con un pantalón
corto… y nada más, despeinado, ojeroso y guapísimo. Y el mamón de Scaramouche
acurrucado contra su pecho, ronroneando a todo volumen, hasta ella podía oírle
a varios metros de distancia.
—¿Te ha despertado? –preguntó con la voz ronca por la impresión.
Él sonrió sin dejar de hacerle carantoñas al gato.
“Quién fuera felina”, pensó Clara con un estremecimiento interior.
—Tranquila, estoy acostumbrado a sus visitas. Scaramouche y yo somos
amigos, ¿verdad?
¿Sería posible? Y ella que rezaba porque no se hubiera dado cuenta de
que el gato hacía incursiones en su apartamento cada dos por tres. Y resultaba
que se llevaban de maravilla. Con lo arisco que podía llegar a ser el bicho, se
dejaba hacer como si fuera un peluche. Ver para creer.
—Pero seguramente necesitas dormir. Se pone muy pesado cuando quiere
mimos.
—No pasa nada, ahora tengo unos días de descanso y puedo darle todos
los mimos que quiera. Me gustan los gatos, solo te quieren cuando te quieren y
el resto del tiempo van a su aire –dijo mirándola por encima de la cabeza del
gato, con una sonrisa burlona, como si lo último que tuviera en mente en ese
momento fueran los gatos—. ¿Y tú qué tal estás? ¿Duelen los golpes?
Clara hubiera respondido que le dolía más su mirada y los efectos que
le provocaba, pero asintió con la cabeza.
—Mañana me dolerá más, pero en fin, gajes del oficio –dijo
estúpidamente, como si hiciera cosas así todos los días. “Dios, debe de pensar
que soy idiota”-. Y gracias por salvarme.
Mientras la veía enrojecer, Paco tuvo un flash de su imagen desde
abajo, sus piernas desnudas, sus braguitas de encaje y la tela de su vestido de
flores ondeando al viento, de cómo se había refugiado entre sus brazos justo
antes de desmayarse, de lo ligera que le había parecido. Se removió incómodo,
sin saber cómo mirarla a la cara.
Scaramouche, notando su nerviosismo, se retorció entre sus brazos y dio
un salto de balcón a balcón para refugiarse entre los brazos de su dueña.
Clara se despidió con la mano y solo entonces se dio cuenta Paco de que
debería haber preguntado por el niño, que tan oportunamente había salvado
Jonathan, aparecido como por ensalmo.
Al menos podía haberla invitado a tomar algo en su casa.
—Maldito idiota –masculló entre dientes mientras entraba y enfilaba la
ducha, sabiendo que ya no podría dormir.
—No, lo siento Frank, no puedo
seguir viviendo así. Te amo, probablemente te amaré toda mi vida, pero no… —la
voz de Mary-Claire se quebró con un sollozo.
Se llevó la mano, donde estrujaba
un minúsculo pañuelito de encaje, a los ojos para enjugar las lágrimas. Sentía
que el aire no le llegaba a los pulmones, y no solo a causa del apretado corsé
que dictaba la moda. Por unos segundos temió desmayarse, pero no quería dar una
mayor imagen de debilidad de la que ya estaba dando, o de lo contrario Frank se
lo tomaría como un farol. Ella había tomado su decisión y él la suya. Y debía
ser la última y definitiva, aunque conllevara que se rompieran sus corazones.
—Claire… —musitó Frank tomándola
de la mano y obligándola a mirarle a los ojos, esos ojos que a tantos les
resultaban tan duros e incluso aterradores, tan queridos y a veces tiernos para
ella—. Debo quedarme y lo sabes. La gente de este pueblo se mataría entre sí en
dos días si yo no estuviera aquí.
Mary-Claire apretó los labios y
sus ojos se endurecieron, recordando las heridas que había tenido que curar en
el cuerpo de su prometido, heridas que habían causado esos ciudadanos a los que
él tanto defendía, ciudadanos que lo despreciaban y que osaban cambiar de acera
para no cruzarse con él. Pero no tenía caso decirle eso a Frank McQuade, el
Sheriff de Black Mountain. Por desgracia, como su predecesor, era de esos
hombres capaces de morir en su puesto de trabajo, defendiendo a indeseables,
aunque ello conllevara perder todo lo que mereciera realmente la pena en su
propia vida.
Pero ella ya no estaba dispuesta
a verlo. Ya había sufrido bastante. Y seguiría haciéndolo, por supuesto, pero
no quería tener que verlo con sus propios ojos.
—Me voy en la diligencia de las
doce, Frank.
—¿Y me lo dices a las once y
media? –preguntó él enarcando una ceja, enfadado—. Es muy propio de ti hacer
las cosas de este modo, sin darme tiempo a planear nada para convencerte de que
merece la pena que te quedes.
Mary-Claire casi sonrió, pero lo
que hizo fue aprovechar el hecho de que él estaba enfadado para ahondar en su
enfado, hacer que se pusiera furioso.
—Lo que sí es propio de ti es
enfadarte conmigo en lugar de con tus queridos vecinos, especialmente el que te
dispara cada vez que te ve, sí, ése que ya te ha agujereado el brazo, la pierna
dos veces y una vez cierta parte que las damas no debemos nombrar y
supuestamente ni siquiera sabemos que existe.
—¡Claire! –exclamó Frank
escandalizado.
—Oh, por Dios, hablo de las
posaderas, no seas puritano. Por cierto, para visitar ciertos locales bien que
no lo eres, que me dijo la señora Lewis que te vieron en el prostíbulo la otra
noche…
—Cuestiones de trabajo. Y por
cierto, ¿cómo sabe la señora Lewis…
—El señor Lewis, por supuesto
–replicó Mary-Claire cruzándose de brazos y aprovechando para echar una
miradita al reloj que llevaba prendido en el pecho. Bien, solo veinte minutos
más y adiós Black Mountain.
Frank suspiró.
—Claire, sé lo que estás
planeando y no va a funcionar. No voy a permitir que te vayas sin que hablemos
antes de lo nuestro. Te seguiré adonde vayas, no creas que te vas a librar de
mí tan fácilmente.
—No me parece una mala solución,
tú me sigues y nos quedamos allí, lejos de vecinos que te odian –dijo ella con
una sonrisa radiante, pero enseguida vio que no funcionaría, y él lo vio
también—. Cariño, aquí solo tengo futuro como viuda, es cuestión de tiempo. Y
soy muy joven y guapa para aguantar a todos los moscones que vendrán en cuanto
tú no estés.
Frank frunció el ceño.
—¿Alguien se ha atrevido a
molestarte?
—No seas inocente, ¡claro que sí!
La mitad de los vecinos te dan por muerto antes de un mes, hay apuestas en la
cantina para ver cuánto durarás.
Frank suspiró. Cuando llegó al
pueblo había pensado que la gente le apreciaría más si se hacía con el puesto
vacante de sheriff. Luego supo que los propios vecinos se habían ocupado de
crear esa vacante, y que lo mismo había ocurrido con el anterior, y con el
anterior. En definitiva, si no fuera por la agradable maestra de escuela de la que
se había enamorado casi el primer día, hacía tiempo que habría abandonado. Pero
lo cierto era que era un cabezota. Quería que sus vecinos le apreciaran. Y lo
conseguiría aunque fuera por encima de su cadáver… aunque, bueno, tampoco hacía
falta llegar a esos extremos.
Un ruido de ruedas derrapando a
toda velocidad interrumpió sus reflexiones.
Vio a Mary-Claire recoger una
maleta que no había visto hasta ese instante y recordó que ella le abandonaba.
Su Claire, su único motivo para luchar.
La siguió en silencio, sabiendo
que no tenía ningún argumento que la hiciera quedarse. Si el amor mutuo que
sentían no era suficiente, ¿qué podía serlo?
—Oiga, al menos tenga la decencia
de bajar a por mi maleta –decía ella en ese momento al conductor de la
diligencia.
El viejo, polvoriento con nada
que hubiera visto en su vida, no la miró ni dijo nada, sino que cayó junto a
ellos como una bala de plomo, con un sonoro chof. Solo entonces vieron que su
cuerpo estaba cosido a flechas apaches.
—Mierda –dijo Claire muy poco femeninamente.
Frank se puso ante ella para
defenderla de unos atacantes invisibles.
Muy pronto, todo el pueblo fue un
clamor: ¡la diligencia atacada por apaches! Y, por una vez, no podían echarle
la culpa a Frank. Sin saber qué hacer, todos se reunieron alrededor de la
pareja, como buscando su consejo, ya que sabían que Frank era el único que
venía “del exterior”, el único que probablemente había visto un indio en su
vida, el único que… ¡podía salvarles!
Frank vio que las miradas de sus
conciudadanos cambiaban de odio a esperanza sin entender muy bien el motivo,
pero decidió que había que organizarse antes de que los atacantes llegaran al
pueblo.
Montó cuadrillas, ordenó que se
construyeran barricadas, agrupó a la gente. Sorprendido, comprobó que le obedecían
e incluso le pedían ayuda. ¿Qué diablos había cambiado?
—Tú no les busques tres pies al
gato –le dijo Claire en un aparte—. Disfruta de tu momento de gloria antes de
que nos maten a todos.
Frank sonrió, una sonrisa feliz
como no se la veía desde el día en que llegó a aquel pueblucho de mala muerte
lleno de sueños imposibles, con un Colt lleno de muescas, un sombrero puesto de
medio lado, el pistolero más guapo que jamás había visto.
—¿Sigues pensando en irte? –le
preguntó, arrastrándola a un callejón especialmente oscuro. En algún lugar, un
horrendo grito anunció la llegada de los apaches. Sus horas podían estar
contadas y él solo pensaba en sus ojos y en un último beso.
—Si sobrevivo a esta pesadilla,
no me quedo aquí ni aunque me obligues.
—Tranquila, no será necesario. Me
iré contigo.
Mary-Claire no supo qué la
sorprendió más, si sus palabras o la soltura con que la agarró, la abrazó y la
besó con tal pasión que dejó de oír los alaridos de terror y los gritos de
muerte a su alrededor. Por ella, ya podía morir en ese mismo instante, porque…
Reloooooj, no maaarques las hooooraaaaaaaaaaaasssssssssss…
Clara abrió los ojos e intentó moverse, pero su cuerpo protestó
enviándole miles de pinchazos agudos como alfileres por las piernas y los
brazos haciendo que gimiera de dolor. Solo entonces recordó su aventura a lo
Tarzán del día anterior y su momento de gloria con la llegada de los bomberos.
Una nueva intentona logró ponerla en pie.
—Esto te recordará que ya tienes una edad y que eso de tener a los
niños atados con cadenitas quizás no era tan mala idea después de todo.
Durante unos instantes dudó si aceptar el ofrecimiento de Irene de no
ir a trabajar ese día, pero finalmente pensó que haría mejor haciendo algo.
¿Acaso no decían todos que el mejor remedio contra las agujetas era el
ejercicio? Seguro que ese consejo servía lo mismo para trepar árboles.
Se duchó, desayunó y vistió sin estar pendiente de la hora, como
siempre que su vecino estaba de fiesta, ya que en esas ocasiones era difícil
que coincidieran.
Cuando llegó al trabajo notó un alboroto inusual. En la puerta había
una moto enorme aparcada y se oía a los niños gritar desde la entrada. No era
habitual ni recibir visitas, así que el dueño debía ser algún padre. Entró en
la clase y se encontró a la mitad de los niños sentados, tumbados o encima de
algún modo de un hombre que bien podía servir de modelo de un calendario.
Irene, sin perder la oportunidad jamás de rodearse de cosas hermosas,
estaba allí dándole palique, aprovechando cuando se terciaba para toquetear
todo lo que quedaba a su alcance, ya fuera muslos, brazos u hombros.
Clara sonrió, ya que a él no parecía molestarle tanta admiración. Al
contrario, sus ojos azules brillaban encantados y sus hoyuelos se ahondaban en
una sonrisa pícara cada vez que Irene fingía un sonrojo de inocencia.
De pronto, como notando su mirada burlona, esos ojos azules se
volvieron hacia ella y le dedicaron un guiño y una mirada que solo podía
calificarse de calculadora. Parecía decir: ¿mereces la pena el esfuerzo? Al
parecer, decidió que sí, porque empezó a quitarse niños de encima y se acercó a
ella con andares algo chulescos, sin borrar su sonrisa depredadora en ningún
momento. Justo antes de llegar ante ella, se pasó una mano por el cabello
negro, como para resaltar con ese gesto que aún conservaba una hermosa mata.
—Hola, soy Jonathan, he venido para preguntar por el enano –dijo él con
voz tan grave que solo podía ser impostada.
Clara tardó un rato en atar cabos. Finalmente cayó en la cuenta de que
debía ser el bombero que había salvado a Charly, el que lo lanzaba por los
aires justo antes de que ella se desmayara. Sin saber por qué, sintió un
ramalazo de ira hacia él.
—Ya –respondió, seca.
Tras él, Irene enarcó una ceja y se llevó una mano al pecho.
—¿Tú qué tal estás? Creo que te dio un jamacuco del alivio o algo. No
deberías haber subido a ese árbol sabiendo que tienes vértigo. Típico error de
principiante.
Le faltó poner los ojos en blanco para que Clara se sintiera tonta de
remate.
—Fíjate, por unos segundos pensé: que se caiga, a mí qué más me da
–respondió en cambio con acidez.
Jonathan la miró sin saber si bromeaba o no. Finalmente echó la cabeza
atrás y carcajeó con fuerza.
Clara entrecerró los ojos y se planteó dejarle solo, pero Irene le leyó
las intenciones y se acercó.
—Pero qué graciosa eres, querida –intervino mirando a Clara con
intención.
Clara le devolvió la mirada. No le gustaba Jonathan, ni su actitud
chulesca. ¿Qué quería Irene que hiciera, que le bailara el agua?
Jonathan se limpió una lágrima imaginaria de uno de sus azulísimos ojos
y la miró fijamente, como si pretendiera derretirla con una simple mirada.
Clara se removió nerviosa. Estaba cansada y le dolía todo. Se arrepentía de
haber ido a trabajar.
—¿Te apetece ir a cenar un día de estos?
Iba a decir que no. Debería haber dicho que no. Pero Irene se le
adelantó.
—Claro. Es soltera y sin compromiso.
Jonathan ahondó su sonrisa depredadora y el brillo de ganador se ahondó
en sus ojos.
—Yo estoy libre esta noche, ¿te hace?
Ante la presión de las dos miradas de Irene y Jonathan, Clara no tuvo
otra opción que aceptar, maldiciendo para sus adentros ser tan blanda.
Paco estaba preparando la comida cuando recibió la llamada.
Estuvo a punto de no responder al ver de quién se trataba, porque
siempre que le llamaba era para pedir favores que luego raramente devolvía,
pero su mano reaccionó antes de que su cerebro pudiera detenerla.
—¿Hola?
—¿Francisquito? Necesito un favor de los gordos, tron.
Paco puso los ojos en blanco. Odiaba que lo llamaran Francisquito.
Odiaba que lo llamaran tron. Odiaba que lo llamara Jonathan.
—Ya sé que estás de fiesta, pero solo será esta noche. Te prometo que
te lo pagaré. Me ha surgido un plan.
—Ya… —respondió Paco con desgana, escuchando con aire distraído los mil y un detalles de la cita que estaba
planeando.
—La nena no está mal, es la tipa del rescate de ayer, la de las
braguitas de encaje morado.
La mano de Paco apretó inconscientemente el teléfono.
—Si es tan impresionable como para desmayarse al verte a ti, no te
quiero ni contar cómo se sentirá cuando yo la…
Paco apretó los dientes hasta que sintió un dolor sospechoso en la
mandíbula y un crujir de dientes.
—Jonathan, tengo mil cosas que hacer, luego hablamos, ¿vale?
—¡Eh! ¿Pero me haces el favorcito, no?
Paco sintió un apretujón extraño en el pecho, pero se oyó a sí mismo
asintiendo como un idiota y la risa satisfecha de su compañero al otro lado del
hilo telefónico.
—Joder, si yo no soy subnormal no sé qué soy –murmuró para sí, dando un
puñetazo contra la mesa.
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