El extraño miró a su alrededor guiñando los ojos a causa
del fuerte sol. Chorretones de sudor y mugre le caían de la sudorosa frente.
Maldijo en voz queda cuando una gota ácida y salada le entró en un ojo. Soltó
la espada para frotárselo, consiguiendo sólo irritárselo aún más. Aún y todo,
siguió frotando.
Con un suspiro pesado, volvió a mirar a su alrededor. Las
manos en las caderas, la espalda ligeramente encorvada, las piernas temblando a
causa del cansancio…
Era increíble, pero todo había terminado.
La última batalla.
La última guerra.
Ya no quedaba nada contra lo que luchar.
Hacía años él mismo se había encargado de terminar con las
pocas criaturas mágicas que poblaban el reino. No lo había hecho por odio. Y
tampoco por dinero. Al fin y al cabo, podía contar con los dedos de una mano
las veces que le habían pagado por acabar con algún bichejo asqueroso. La
memoria es frágil cuando uno ya no se acuerda del peligro. La verdad, ahora que
lo pensaba, acabar con ellos le había reportado tan poco placer como beneficio.
Quizás debería haber elegido otro oficio, pero el de caballero errante tenía
tanto glamour a los ojos de los jóvenes…
En cuanto a los ejércitos en guerra, ya nadie se acordaba
de por qué había empezado la lucha… probablemente, dos reyes vecinos no se
habían puesto de acuerdo a la hora de elegir el mármol para el monumento de
algún mago egregio. El caso es que la guerra había durado siglos, o eso le
parecía al extraño. Y como suele suceder en estos casos, había logrado implicar
a un número ingente de tontos de todos los rincones del mundo. El extraño se
había decidido a participar previendo una lucha corta y un rápido beneficio. Primero
había luchado en un bando, luego en el otro, y después los había mandado a
todos a hacer puñetas. Luego había vuelto, justo al final, como para darle la
puntilla a todo aquel estúpido derramamiento de sangre. Y para variar, no había
obtenido ningún beneficio… ni siquiera las gracias. Y eso que él solito había
acabado con todo un regimiento de inexpertos e imberbes soldaditos de nueva
hornada.
Cuando acabó con el último enemigo, sólo sintió no haber
podido sentir algo, algo aparte de cansancio y aquel regusto a vino amargo en
la boca.
Debería anotar en alguna parte que
emborracharse antes de una batalla no era la mejor de las ideas.
Luego pensó que era absurdo. En parte porque no sabía
escribir.
Recogió la espada del suelo y pasó los dedos sucios por el
desigual filo. Tenía tantas muescas que dentro de poco sólo serviría como
perchero, si acaso Elda quería aprovecharla…
Recogió el hatillo con sus escasas pertenencias, se envainó
la espada y comenzó a caminar.
Como último saludo al sangriento campo de batalla alzó el
dedo corazón de su mano derecha en un gesto más que elocuente.
El extraño siguió caminando hasta que quedaron a la vista
los torreones oscuros de un castillo feo a más no poder.
Se sentó en un piedra llena de musgo y sacó un trozo de pan
duro del hatillo. Mientras lo mordisqueaba aún a riesgo de perder una muela en
el intento, sacó un hato pequeño donde guardaba los souvenirs más extraños que
un hombre pueda guardar.
Todos y cada uno de aquellos objetos habían sido extraídos
de su cuerpo después de que alguien con ánimo no demasiado amistoso se lo
hubiera insertado con esperanza de matarlo.
Una punta de flecha de bordes dentados era lo más normal.
Había espinas venenosas, contó hasta seis (regalo de un pez venenoso que se los
dejó como regalo de despedida antes de echar las tripas por la boca). La punta
de una espada roñosa que brillaba cuando se acercaba un orco u otra criatura
igualmente entrañable (regalo de un pequeño hobbit cabrón). Una bala de plata
(regalo de un tío que lo confundió con un hombre lobo en una noche oscura. El
muy estúpido había olvidado que los hombres lobos salían las noches de luna
llena). Unas semillas venenosas, o al menos las que había logrado expulsar...
(regalo de una amante despechada). Unas bolas oscuras… el extraño frunció el
ceño. No tenía ni idea de lo que eran ni qué pintaban en su particular baúl de
los recuerdos.
Ahogó un eructo y arrojó el resto del pan al suelo.
Compadecía a los pobres pájaros que intentaran hincarle el diente.
El extraño esbozó una risita socarrona incongruente con la
oscura sensación que emanaba.
Cerró su pequeño hato, lo guardó junto con lo poco que aún
guardaba como recuerdo de sus aventuras y emprendió camino hacia el castillo.
Chocó con el zagal nada más pisar el patio interior.
No debía de tener más de diez años. Era guapo. E iba
limpio. Y llevaba un libro bajo un brazo y una hogaza de pan tierno bajo el
otro.
El extraño iba a hablar, pero el rapazuelo se le adelantó.
-¡Mamá, aquí está el tío más guarro que he visto en mi
vida!
El extraño parpadeó un par de veces, no tanto por las
palabras como por el volumen de voz empleado para pronunciarlas. Juraría que
los oídos aún le pitaban…
Una mujer morena, bajita y regordeta, guapa aún, se asomó
lo justo para echarle un vistazo.
Sus ojos se entrecerraron un instante y los labios se
fruncieron formando un bonito capullo rosa.
Con las manos en las caderas, los ojos desbordando chispas
de furia, la mujer avanzó por el patio con un ligero vaivén de caderas, capaz
aún de atraer la mirada de todos los hombres en varios metros a la redonda.
Desde luego, también atrajo la mirada admirativa del extraño.
La atractiva señora se colocó junto al chiquillo y le
colocó una mano protectora en el hombro. El muchacho era alto para su edad. O
quizás, ella siempre había sido tan menuda…
-Aldric, saluda a tu padre –dijo ella al fin, enarcando una
ceja al oler su almizclado aroma a sudor y cansancio.
-Hola, Elda –saludó el extraño, con voz ronca.
Elda mandó que le prepararan el baño en las cuadras.
-No entrarás en mi casa oliendo así. Y, por cierto, voy a
quemar esas ropas a las que pareces haberles cogido tanto cariño.
Ocho cubos de agua hirviendo, siete de agua fría, un par de
pastillas de jabón con lejía, una botellita de perfume, un espejo, una navaja
de afeitar, calzoncillos de suave algodón, una túnica nueva de lana verde,
calzones negros, unas botas que aún recordaba haberse dejado allí antes de la
última despedida… Elda habría sido un buen oficial de campaña. Pensaba en todo.
El extraño no recordaba su último baño. Miró con aprensión
la bañera llena de líquido humeante.
-No entrarás en mi casa… recuérdalo.
Elda salió de las cuadras cerrando la puerta con pestillo…
por fuera.
Un caballo a su izquierda relinchó, evidentemente se reía de
él.
Con un suspiro de resignación, el extraño se rindió a los
designios de una esposa tirana.
Dos horas más tarde, debía reconocer que se sentía mucho
mejor.
Era bueno llevar ropa limpia, y no oler a sangre y a cosas
peores…
Se miró en el espejo, tratando de reconocerse en el extraño
que le miraba desde su reflejo.
37 años. Más de la mitad de su vida la había pasado
arriesgándola sin recibir a cambio poco más que limosnas… cuando había tenido
la suerte de recibir algo. De hecho, sólo una vez recordaba haber ganado algo
de valor… aunque no era el castillo más bonito del mundo, ni tampoco la esposa
más cariñosa. Pero durante un tiempo había sido feliz, o todo lo feliz que
puede ser el hombre más cenizo y con el sentido del humor más extraño del
reino, Elda dixit.
Oyó crujir una tabla a sus espaldas y se giró, llevándose
la mano inconscientemente a la cadera… de la que ya no pendía su desangelada
espada.
Era el niño. Aldric. Su hijo.
Reconoció en él sus propios ojos oscuros, el cabello negro,
rebelde y ondulado… pero la ceja enarcada con aire impertinente era toda de
Elda… y también su piel blanca y su belleza.
Algún día sería un hombre guapo… y además sabía leer, que
ya era más de lo que sabía él, que le triplicaba ampliamente en edad. Ese sólo
hecho le hacía sentirse orgulloso de él.
Y poseía una potente voz. Si no podía ganarse la vida de
otra manera, lo haría bien como pregonero…
-¿De verdad eres Almondis de Grott, mi padre? –preguntó el
niño, con voz solemne. A pesar del cambio de aspecto, aún no se le veía
convencido del todo. La primera impresión sería difícil de borrar…
-Así me llamaban en otro tiempo –respondió Almondis con su
voz rasposa, poco acostumbrada a la cortesía… y a hablar, en general.
La ceja de Aldric se alzó de nuevo.
-¿Te llamaban? ¿Y cómo te llaman ahora?
Almondis suspiró y frunció el entrecejo, como si necesitara
pensar en la respuesta.
-La verdad es que hace tiempo que nadie me llama de ninguna
manera. Llevo solo mucho tiempo, muchacho.
Aldric asintió, como si esa fuera suficiente respuesta para
él.
-Mamá ha dicho que puedes entrar en casa si ya estás
presentable… y que no se te ocurra llevar nada apestoso, o que os echará a ti y
a lo que quiera que lleves de una patada en el culo.
Almondis abrió los dedos y se levantó, dejando caer al
suelo el hato con sus souvenirs de guerra. En un último acto de rebeldía, lo
tomó y lo deslizó dentro de su túnica, asegurándolo con la cinta de los
calzones.
-Será nuestro secreto, ¿de acuerdo? –dijo guiñando un ojo
en dirección a su hijo.
Aldric se encogió de hombros, lavándose las manos.
-A mí no me metas en tus chanchullos, padre. Diez años de
vida me han bastado para aprender que no se debe jugar con el olfato ni con la
paciencia de mamá. Yo de ti lo dejaría. Te juro que nadie te robará nada.
Almondis vaciló y finalmente dejó caer el pequeño paquete,
que cayó con un lastimero ruido metálico.
Aldric sonrió con suficiencia y precedió a su padre hacia
la casa.
A esas alturas, todo el castillo se había enterado de que
el marido de la señora había vuelto, y todo el mundo simulaba tener tareas
pendientes en el patio para poder echarle un vistazo.
Desde luego, nadie que lo hubiera visto apenas dos horas
antes lo reconocería ahora en el hombre que seguía al joven Aldric.
Elda, desde luego, se llevó una buena sorpresa al verlo.
Era increíble lo fácil que se puede llegar a olvidar el
rostro de alguien ausente durante casi diez años.
Sobre todo cuando se está casi completamente convencida de
que ese alguien jamás va a volver.
Primero había luchado contra los monstruos, en su mayoría,
criaturas que muy pronto se hubieran extinguido por sí mismas.
Y luego esa tonta guerra… habían muerto tantos y tantos
hombres valerosos. Muchos de ellos eran mejores guerreros que Almondis… y sin
embargo, él había sobrevivido… quizás porque, como decía su padre, el mismo
cabrón que se la había regalado después de que el caballero errante le salvara
del apetito caprichoso de un dragón, ese tipo no sólo tenía más vidas que un
gato… es que era capaz de engañar a la propia muerte con su labia…
Curiosamente, apenas había pronunciado diez palabras desde
su llegada… Quizás hasta alguien como Almondis era capaz de madurar después de
ver tanta sangre derramada inútilmente.
O quizás sólo estaba cansado.
Mientras los miraba venir, a su hijo y al padre que lo
engendró en la noche más dichosa de su vida, Elda se preguntó qué sería de
ellos ahora.
Si serían capaces de retomar sus vidas donde las habían
dejado.
Si él sería capaz de asentarse.
Y sobre todo… si a ella le apetecía que lo hiciera.
Almondis esperaba que su hijo le preguntara cosas de la
guerra durante la comida. Es lo que haría cualquier niño de su edad. O eso creía
él.
Pero Aldric no preguntó nada. Se limitó a tragar lo que
tenía delante de él con un apetito envidiable sin apartar la vista del libro
que leía.
Podía verle agrandar los ojos de asombro ante lo que leía,
reír… suplicar “un poco más, mamá”, cuando Elda le decía que dejara el libro,
que la mesa no era el lugar indicado para leer, que era desconsiderado hacerlo
delante de… su padre.
Almondis rebuscó en su cabeza, deseando poder decir algo
que llamara la atención de su hijo. O la de su esposa, que lo ignoraba
delicadamente.
Desde la seguridad de su patente invisibilidad, Almondis se
dedicó a analizar sus sentimientos ante semejante bienvenida.
No era que le reprochara a Elda su frialdad.
Ella nunca había sido del tipo cariñoso, su pasión era más
bien salvaje. Si había algo que le gustaba recordar durante las frías noches de
ausencia en algún sucio campamento, la noche antes de una batalla, era su risa
grave en las noches de invierno, cuando trataba de seducirla contándole
historias picantes. Ella siempre se
hacía la dura, pero Almondis siempre sabía cuándo había captado su interés con
alguna hazaña especialmente escandalosa. Sus ojos azules brillaban, haciéndose
más y más oscuros, sus blancas mejillas se coloreaban ligeramente y sus labios
de rosa… recordaba especialmente lo que esos labios eran capaces de hacer… y lo
que él era capaz de hacer para lograr arrancar una sonrisa de esa boca ahora
tirante.
Mientras cada uno rumiaba sus pensamientos y el niño los
ignoraba a ambos, podría decirse que la
comida transcurrió en una calma tensa.
Aldric se escapó con su libro en cuanto su madre le dio
permiso.
-Padre –dijo el niño con una ligera inclinación a modo de
despedida.
Almondis se sorprendió ante la naturalidad de aquel gesto…
si al menos Elda se mostrara una décima parte de dispuesta a aceptarle…
Una criada de aspecto tan limpio y eficiente como su ama
recogió la mesa y plantó delante de él una botella de vino con una copa.
Almondis se preguntó si era un gesto de bienvenida o una
ayuda para la que iba a caerle encima. Porque era evidente que los ojos azules
de su esposa se estaban preparando para una tormenta…
-¿Qué va a ocurrir ahora, Elda?
Almondis no supo que había hablado en voz alta hasta que
escuchó su propia voz. Esa voz que había sonado por última vez en ese salón
hacía casi diez años.
Elda enarcó una ceja, queriendo aparentar estar más
tranquila de lo que realmente estaba. La delataba el abrir y cerrar espasmódico
de su mano derecha, y el golpeteo de su pequeño pie contra la estera de juncos
frescos del suelo.
-Supongo que depende de ti, Almondis de Grott.
-¿De mí?
Los ojos de Elda brillaron con una emoción intensa desde el
otro lado de la sala.
-De si decides quedarte… o no –la voz se quebró justamente
al final.
Elda estaba realmente sorprendida consigo misma.
Y escandalizaba por su propia debilidad.
¿Cuántas veces había jurado y perjurado que no volvería a
dejarle entrar en su casa, en su lecho? ¿Cuántas veces?
¿Cuántas veces había aceptado a otros en su lecho, buscando
una pizca de la luz que él le había aportado a sus noches?
¿No era absurdo darse cuenta después de diez años de que
nunca había sido capaz de olvidar a ese sinvergüenza?
Almondis habría deseado tener su espada a mano para poder
apoyarse en su frío acero. Lo había hecho tantas veces… y además sabía que
lucía muy atractivo cuando lo hacía.
Pero Elda siempre había detestado las armas, recordó de
pronto. Seguramente, ese castillo era el único en todo el reino donde sería
imposible encontrar un filo más grande que el del cuchillo de trinchar.
-¿Por qué has vuelto, Almondis?
En otro tiempo había sido un tipo con labia… había dormido
muchas noches en un suelo seco o en un cálido lecho gracias a su rápida sonrisa
y a un cumplido dicho a tiempo. No en vano había recibido a Elda y ese castillo
como recompensa gracias a su facilidad de palabra, cuando el padre de la joven
se había negado a pagarle un precio justo por salvarle de aquel dragón
desdentado. Al final el viejo había acabado dándole las gracias más
efusivamente por librarle de una hija de lengua afilada que por salvarle la
vida. Pero los años de guerra habían acabado con esa parte de su personalidad,
quizás la más superficial, pero también la más sociable de su carácter. Era tan
práctica en una situación como aquella…
Sencillamente, ya no sabía cómo hablarle a su esposa. Deseaba
recobrar aquella lengua vivaz para explicarle sus motivos para volver… porque
había vuelto por ella. ¿Por qué si no? Desde luego, no por las feas gárgolas,
ni por el retrato del padre de Elda que aún presidía la sala de recibir… y que
ella usaba como blanco para los dardos.
-Te echaba de menos –respondió al fin, con una voz y un
tono tan alejados de su antigua ligereza que Elda no supo muy bien cómo
tomárselo.
La verdad era que no conocía a ese hombre.
Almondis había pasado más tiempo lejos de su hogar que el
que había pasado con ella y con su hijo. No andaría desencaminada si dijera que
ese hombre era para ella un completo desconocido…
-Te echaba de menos –repitió él, con voz apenas más alta,
sonriendo-. Y porque tú sabes muy bien que soy un desastre sin ti.
Elda sintió la sangre rugir en sus oídos. Las manos se
cerraron con fuerza atrapando y arrugando la tela de su vestido.
-Maldito capullo –replicó con la voz ahogada por las
lágrimas.
Lloraba, y sin embargo, no se sentía triste.
Un peso que había llevado mucho tiempo sobre su corazón,
sin saberlo, desapareció, dejándola respirar como no lo había hecho desde el
día que él se largó sin apenas mirar atrás.
Lloraba porque había reconocido esa sonrisa.
Y ella jamás había podido resistirse a aquella sonrisa.
Y Almondis lo sabía. Quizás había olvidado muchas cosas,
demasiadas, pero recordaba muy bien cómo conquistarla.
Avanzó hasta que pudo tomarla entre sus brazos por primera
vez en casi diez años.
Ella aún olía a violetas, y aún cabía perfectamente en el
hueco entre sus brazos.
Elda lo abrazó, sabiendo que al abrazarle esa noche
encontraría nuevas cicatrices, que tendría que luchar para alejar de él las
sombras que se ocultaban tras su mirada.
Pero él le había sonreído.
Como antes.
Como siempre.
Y sólo por aquella sonrisa merecía la pena olvidar aquellos
diez años de penas, guerras y soledades.
Mientras abrazaba a su esposa y se hacía a la idea de que
no tenía ni idea de cómo viviría de ahora en adelante, el extraño se sintió
feliz al fin.
Porque Almondis de
Grott, señor del castillo de Piedra Oscura, al fin había vuelto a casa.