jueves, 30 de mayo de 2013

SOBRE CURRAR, CURRAR Y CURRAR...

Ya lo sé, ya lo sé... ya está la pesada otra vez con la disciplina, con lo de escribir todos los días y blablablá...
Planteemos el asunto desde otra perspectiva.
Yo no soy Ken Follet y creo que tú tampoco (si me equivoco, perdona).
Nuestros lectores no van a esperar cinco años a que nos decidamos a publicar nuestra próxima obra maestra, por mucho que les haya gustado la anterior. Hay millones de escritores en Amazon y otras plataformas, por no hablar de los que publican en los métodos tradicionales.
 
Vivimos en un mundo en el que la inmediatez manda. Valemos tanto como lo que duramos en la pantalla. Por eso necesitamos estar en "el candelabro" constantemente. Y para ello necesitamos sacar nuevo material a menudo.
La única manera de sacar nuevo material es... ¡eso es, has acertado!
Todo lleva a la disciplina, al trabajo diario y a el curro, el curro y el curro.
Cuando trabajas cada día (o tienes una rutina de trabajo medianamente buena), el trabajo sale, las palabras escritas se acumulan y, al final, también las obras acabadas.
 
No nos engañemos, nos gusta escribir, pero en cierto modo es un trabajo más. Y como todo trabajo, es algo que tiene su horario, sus cosas molestas (como tener que dejar cosas más agradables y ponerse a escribir esa escena que no te apetece nadaaaaa) y también sus recompensas. A mí me parece una buena recompensa ver cómo aumenta el número de páginas gracias a mi disciplina diaria... igual es que soy más rara de lo que pensaba. Y, por otra parte, creo que a mis lectores les gusta saber que trabajo cada día no solo para mí, sino para ellos.
 
Nota mental: clin!! hora de empezar a hacer algo útil!! Por si alguien tiene curiosidad de conocer mi horario de escritura diaria: de 15:30 a 17:30 aproximadamente. No parece mucho, ¿verdad? A veces no es necesario mucho tiempo si ese tiempo es bien aprovechado...
 

martes, 28 de mayo de 2013

SOBRE LA FASCINACIÓN

 
Cuando escribimos, creamos un universo paralelo poblado de gente guapa, simpática, maravillosa y, sobre todo, fascinante.
No es extraño que en algún momento de nuestra vida como autores hayamos sufrido lo que yo llamo el "Cuelgue Personajil", o sea, algo cercano a obsesionarnos por uno de nuestros personajes.
Unas veces es el protagonista, otras veces ese secundario majetón con sonrisa indolente... el caso es que de pronto se convierte en alguien real: piensas en él como si fuera real, los demás personajes pasan a segundo plano y, digámoslo de una vez... sueñas con él.
 
El "Cuelgue Personajil" no es estar enamorada de tu personaje, porque eres muy consciente de que no existe, es más bien fascinación, lo que es algo diferente.
A mí también me ocurre con los personajes de otros autores, no solo con los míos.
Para que lo entendáis, os nombraré a personajes famosos que producen "Cuelgue Personajil", o fascinación: Darcy, Heathcliff, Rochester... (soy una clásica, qué se le va a hacer, con los actuales no me ocurre).
 
No son perfectos, tal vez no sean la gente más amable del mundo, pero son GRRRR/ÑAM/CRUNCHY... no sé cómo explicarlo porque es inexplicable, es algo propio de la fascinación (el que pueda explicarlo que lo haga, yo no puedo).
 
A la hora de crear un personaje hay que luchar contra esta fascinación porque puede hacer que perdamos de vista a los demás. Mr. Perfecto no está solo en el reparto, recuérdalo.
 
Nota mental: vale, no se nota que vivo un momento de cuelgue jajaja, lo he disimulado muy bien.

sábado, 25 de mayo de 2013

LOS SÁBADOS RELATO: "¿CINEMA PARADISO?"



Cuando entró en la sala en penumbra no era más que un niño. Un niño que abrazaba un vaso que desbordaba refresco a cada paso, dejándole los dedos pegajosos, en una mano, y un cubilete de palomitas aún calientes abrazado a su tierno costado.

El acomodador le señaló un sitio que no era malo del todo. Una fila más cerca del principio que del final, más cerca de la pared que del pasillo.

Haciendo equilibrios con lo que llevaba en las manos y las piernas de los que ya estaban sentados, el adolescente ocupó su asiento.

Terminados los tráilers, comenzada la película, el joven se removió en su asiento. Como siempre, las rodillas le rozaban el asiento delantero  y tenía que cambiar de postura continuamente para estar cómodo.

Más o menos por la mitad de la película, cuando todo pintaba bien para la pareja protagonista, el hombre de mediana edad ya había terminado las palomitas y daba los últimos sorbos a su refresco y se removía una vez más, ganándose una mirada de fastidio de su compañera de asiento.

Quedaban más o menos cinco minutos para el final de la película cuando el anciano sintió un extraño adormecimiento en el brazo izquierdo, un dolor punzante que le subía hasta la mandíbula y pensó que, una de dos, o se trataba de un infarto o de una indigestión por las palomitas rancias.

No era mal sitio para morir, pensó, mientras veía las letras blancas de los créditos finales bailando sobre el fondo negro.  Lástima que la película no fuera mejor.

jueves, 23 de mayo de 2013

SOBRE CONCURSOS Y OPORTUNIDADES

Cuando te presentas a un concurso literario, la oportunidad y ventaja más obvia es la que tendrás si ganas, pero hay que pensar también que ese trabajo que has hecho ya está hecho y hay que aprovecharlo, qué narices, que por algo te has pegado el currazo y has sacado lo mejor de ti (supongo).
 
En los últimos tiempos los plazos de entrega de originales de los concursos son tan limitados que, a no ser que seas supersónica (yo soy rápida, pero en 3 meses tendría que dejar de respirar y de comer para tener algo decente, y no sé si llegaría, y no estoy dispuesta a hacerlo), no te da tiempo a crear nada de cero. Otra opción es apañar algo viejo que tengas por ahí y no hayas arreglado o corregido por pereza.
¿Qué mejor ocasión para obligarte a ti mismo a currar que una bonita meta, una fecha límite? En definitiva, UN RETO.
 
Yendo al lío:
Una vieja novela a la que no le metes mano por pura desidia, pereza, asco supremo, pero con posibilidades, ummm... ¿Por qué no?
Piensa que, aunque no ganes (que es lo más seguro) esa novela ya estará revisada y, tras el consiguiente secuestro por la editorial que organice el concurso, podrás publicarla por tu cuenta o arriesgarte a enviarla a otras editoriales. Suena bien, ¿a que sí?
 
¿Todavía estáis ahí? ¡A rebuscar en los cajones/carpetas recónditas del ordenador! Quiero esas novelas revisadas para ayer...
Y además, quién sabe, igual por una vez gana alguien no conocido y los premios no están amañados... (risita maquiavélica).
 
Nota mental: yo adoro los retos. De hecho, como buena vasca que soy, cualquiera que me rete descubrirá en mi un rival a la altura. No puedo resistirme...

lunes, 20 de mayo de 2013

SOBRE RESEÑAS

En concreto las que han hecho de mis libros...
Laidy Turquesa reseñó "El príncipe zapatero" en su maravilloso blog "La guarida del libro"...
 

Y, por otra parte, Esciam, reseñadora de cuentos sin par se atrevió con mi libro de relatos "El regreso y otros relatos", y más concretamente con "Angus McGregor y las hadas", que, curiosamente, es uno de mis preferidos, en su blog "Te cuento sobre unos cuentos".
 
 
Muchas gracias a las dos. Me alegro de que hayáis pasado buenos ratos gracias a mis historias.
 
 

sábado, 18 de mayo de 2013

LOS SÁBADOS RELATO: "EL AROMA"





En el año de la hambruna, era tarea de la sanadora buscar alimentos para los supervivientes, dado que era la que mejor conocía las hierbas y plantas comestibles.

Era bien sabido que algunos habían muerto tras alimentarse con yerbas venenosas, entre grandes padecimientos peores que el hambre que asolaba sus miembros.

Sin embargo, la hambruna la causaba una sequía que había secado campos y bosque, matando casi todas las plantas, tanto comestibles como venenosas, dejando yerma la tierra, de modo que la sanadora se encontró ante un enorme dilema: ¿si no tenía plantas con las que alimentar a los supervivientes, con qué otra cosa podía hacerlo?

Un aroma delicioso se alzó cada tarde desde la choza de la sanadora, un aroma a guiso de carne con especias, las delicadas especias que la sanadora había recibido el día de su boda y que había guardado toda su vida, esperando un día especial, una época especial, una era especial. Y ese día, esa época, esa era había llegado.

-Madre –preguntó su hija, devorando un plato de aquel delicioso guiso-. ¿Qué era eso?

Le había parecido ver algo brillante mientras su madre removía el guiso, algo que se parecía sospechosamente a… pero no podía ser. Cerró los ojos, obnubilada por el sabor de la carne, pero sobre todo por el olor. Jamás había olido nada semejante. Estaba segura de que nunca podría olvidar ese olor.

-¿Qué, querida?

La niña negó con la cabeza y sonriendo beatíficamente, solo disfrutando tras semanas de privaciones.

 

 

Esa noche era luna de lobos.

No era que le preocupara, pero seguro que Henry le insistiría en que llevara el mosquete en la cesta, por si acaso. No entendía que a ella los lobos  no la asustaban. Llevaba años yendo al bosque a llevarle comida a su abuela cada día y nunca había visto ninguno, como mucho había visto sus huellas y los había oído aullar en la distancia.

Para ser cazador, Henry parecía saber muy poco de animales.

¿Acaso no sabía que eran mucho más peligrosos los humanos para los lobos que al revés?

Frida se arrebujó en su capa escarlata y caminó a paso ligero por el sendero casi borrado que llevaba a casa de su abuela. Hacía años que nadie más que ella iba por allí y muy pronto dejarían de ser creíbles sus visitas. La gente del pueblo se preguntaba ya cuántos años tenía la vieja.

¿Setenta? ¿Ochenta? ¿No eran muchos para una mujer que vivía aislada en un bosque, enferma?

Desatrancó la puerta de la cabaña y entró sin llamar.

-¡Ya he llegado! –exclamó, como cada día.

-Hoy has tardado –respondió una voz grave a sus espaldas.

Frida se detuvo, la mano congelada a la altura de la manilla de la puerta.

Se suponía que no debería responder nadie. Allí no vivía nadie. ¡Nadie!

Procurando moverse lo mínimo posible, trató de escrutar las tinieblas de la choza donde apenas entraba luz por las ventanas que ella misma había tapiado hacía años para evitar miradas curiosas.

Sabiendo que no podía confiar en la vista, recurrió a su sentido más fiable. Cerró los ojos y alzó un poco la barbilla. Olfateó, venteó como un animal, como había visto hacer a los lobos.

Sonrió.

-Henry… -murmuró, sintiendo que la calma invadía sus miembros.

Dejó la cesta en el suelo y cerró la puerta. Avanzó unos pasos hacia la sala y lo vio, sentado en la mecedora de su abuela, meciéndose suavemente, sosteniendo su mosquete como si fuera un bebé de pecho, mirándola.

-¿Cuánto?

Frida se preguntó si tenía sentido hacerse la tonta, pero pensó que no, que sería mejor una verdad a medias.

-Hace un par de años llegué y mi abuela estaba… muerta –Frida fingió un quiebro de la voz.

-¿Fueron los lobos?

Frida alzó la mirada, sorprendida. Por unos segundos había olvidado la obsesión de Henry por los lobos asesinos. Y más últimamente, que el número de víctimas había aumentado de una manera abrumadora. ¿La había seguido por eso, para protegerla de los lobos? Casi sintió un ramalazo de ternura por él.

Negó con la cabeza.

-No sufrió, creo que fue mientras dormía.

Lo vio fruncir el ceño, confuso.

-¿La enterraste sola y no dijiste nada? Sigues viniendo todos los días al bosque, ¿para qué?

Henry dejó su mosquete a un lado y se levantó. Frida admiró su apostura, la hermosura de sus facciones, la fuerza de sus miembros. Avanzó hasta ella y su aroma asaltó sus fosas nasales, haciendo que su sangre hirviera.

-Será mejor que te vayas, Henry. Lo que haga aquí no es asunto tuyo –dijo Frida dándole la espalda.

¿Cómo era posible, si acababa de…?

Él la sujetó por los brazos haciendo que se girara para mirarle nuevamente.

-¡Cómo no va a ser asunto mío si vamos a casarnos! –medio gimió medio gruñó él, acunándola contra sí -. Mi hermosa muchachita…

Frida trató de zafarse. No soportaba tenerlo tan cerca, con su almizclado olor a hombre de bosque, salvaje y delicioso. Sí, ricooo…

Acercó la nariz a su cuello no demasiado limpio, con su mezcla de jabón de afeitar, cuero, grasa y suciedad. Aspiró con fuerza. Lo besó. Lo lamió. Lo mordió.

Henry rió hasta que ella ahondó el mordisco.

La apartó con una mirada de extrañeza, con la mano en la herida. Se la apartó para descubrir que la tenía cubierta de sangre.

-Frida, ¿qué diablos haces?

Ella lo miraba espantada por lo que podía llegar a hacer si no se controlaba. No es que tuviera miedo de ello en sí, sino de que fuera con Henry.

-Vete, Henry. Lárgate y no vuelvas.

De pronto Henry ya no la miraba, no miraba sus labios llenos de sangre, su lengua que no podía evitar saborearla, sino una repisa sobre la chimenea, llena de objetos que parecían ajenos a la cabaña: juguetes, chucherías, piezas de tela, lámparas e incluso… ¿huesos?

Frida lo vio acercarse a la repisa y acercar una mano temblorosa hacia los objetos, pero sin atreverse a rozarlos siquiera.

-Dios mío, Frida, ¿qué diablos es todo esto?

Pudo leer en sus ojos el segundo exacto en que se dio cuenta de qué representaban esos objetos, el momento en que se dio cuenta de qué era ella.

Y entonces, el peor minuto de todos…

-Francis…

Al fin había reconocido su broche en forma de paloma, un broche que había pertenecido a su madre y que Francis iba a regalarle a Meg, su prometida cuando se casaran. ¿Qué sentido que lo tuviera Frida si Francis no había pasado por allí? Además, Francis había desaparecido sin dejar rastro hacía más de un mes y supuestamente se lo habían comido los lobos. Si hubiera sido así, ¿por qué tenía Frida su broche?

Frida alzó los hombros y clavó en él una mirada tan fría y estremecedora que Henry reculó sin poder evitarlo. Sus ojos buscaron el arma que había dejado junto a la mecedora. Todo su valor parecía haberse esfumado de pronto.

-Vino una tarde para decirme que lo había descubierto todo, que no se lo diría a nadie si yo accedía a hacer lo que él quisiera.

Henry la miró horrorizado por su frialdad, por la manera en que narraba cómo se había acostado con su hermano y luego lo había matado y cocinado en esa misma casa, según la antigua receta de su madre. Y  lo hacía atusándose la capa carmesí, colocando bien la hermosa caperuza sobre la espalda de forma que no le hiciera pliegues poco favorecedores, como si le estuviera narrando un paseo por el bosque.

-De modo que jamás hubo lobos… -dijo Henry al fin, como en estado de trance.

Frida lo miró con una risa más parecida a un quejido, dejando caer las esquinas de la capa a los lados.

-Henry, por Dios, ¿realmente tienes que mostrarte como un idiota? Yo… lo necesito –murmuró con algo cercano al fanatismo. Henry no podía moverse, solo podía mirarla, verla acercarse, con sus ojos encantadores, su sonrisa afilada-. Aquel año de la hambruna mi madre sacó a los muertos de las tumbas para alimentarnos a todos y es posible que vosotros prefiráis haceros los idiotas y fingir que no lo sabéis, pero yo sé lo que vi en la cazuela aquel día –añadió con vehemencia–. Durante años tuve que reprimirme y comer la detestable carne de los animales que tú y los otros cazadores me traíais, como si fuera un tributo. Hasta que un día me topé con un hombre que había sido atacado en el bosque. Estaba a punto de morir y me pidió ayuda. Yo solo podía oler ese olor en su piel, en su sangre. ¡Lo recordaba! No pude contenerme, tuve que probarlo. No sabes lo bien que me vino tu manía con los lobos asesinos para encubrir mis crímenes, querido. Ahora que sabes que mi abuela ha muerto y, en fin… otras cosas… no puedo dejarte con vida. Además, siempre me tientas con tu olor, eres demasiado apetitoso –dijo relamiéndose-. Me largo de aquí y no vas a tener la oportunidad de detenerme, amor…

Él, paralizado por la sorpresa, el miedo y, por qué no decirlo, la fascinación, hubiera jurado que jamás le había visto una sonrisa más hermosa, más blanca o más puntiaguda.

Cuando sus dientes cayeron sobre su cuello, vio que la capa, que siempre le había parecido tan roja, tan carmesí, realmente estaba salpicada de miles de gotitas de sangre.

 

 

 

viernes, 17 de mayo de 2013

SOBRE MIS 100 DÍAS

Ahora que están a punto de cumplirse mis 100 días en el top de Amazon.com, me ha dado por pensar en las "cosas raras de Amazon", y más concretamente en por qué unos libros se venden más que otros, siendo del mismo género y el mismo autor, más concretamente los míos (sí, no voy a meterme ya con los de los demás).
 
Para ilustrar mis peregrinaciones mentales, voy a hacer una cutriestadística:
Si "Olvida el pasado" vende pongamos 100 ejemplares, "Una fórmula para el amor" vende 40, "El príncipe zapatero" 10, y "El regreso y otros relatos, con muchísima suerte, 1.
 
Ya sé que los libros de relatos apenas se venden, lo cual es una pena, porque ahí hay historias que están entre mis favoritas y a las que considero mini-novelas, como "Amor Emplumado", o relatos realmente tiernos y especiales para mí como "El corazoncito de hielo", o aprovecho para explotar otros géneros como el terror o el humor...
 
En todo caso, no es ese el tema. La cuestión es la diferencia entre "Una fórmula para el amor" y "Olvida el pasado", siendo como son dos novelas románticas, de la misma autora (servidora), misma categoría (suspense y contemporánea), e incluso diría más, "Una fórmula..." es quizás mejor.
 
Por favor, que nadie piense que esto es un berrinche ni nada parecido. Las dos van más que bien, manteniéndose "Olvida el pasado" en el primer puesto desde hace meses y "Una fórmula para el amor" entre los diez primeros de sus categorías desde que salió hace un mes, e incluso lideró durante un día los libros en español, es solo que tengo un día de dudas existenciales (o el día tonto sin más).
 
Nota mental: espero que, como a Napoleón, no me llegue mi Waterloo después de mis 100 días...
 

miércoles, 15 de mayo de 2013

SOBRE LA EVOLUCIÓN

Lo natural en todo escritor (o persona en general, vaya) es que evolucione a medida que va madurando en su vida u oficio, que aprenda de sus errores, que se empape con las lecturas de otros, que adopte nuevas técnicas narrativas, que se dé cuenta de sus fallos y que incluso sepa aceptar críticas por crueles que sean con su trabajo.
 
Lo normal es que todos notemos esta evolución al ver nuestros primeros trabajos. Si no vemos esta evolución.. ¡malooooo!
Para mí eso quiere decir:
-Te crees demasiado perfecto como para hacer caso a los consejos de los demás y no crees que haya nada que mejorar (algo que dudo, siempre hay algo que mejorar).
-Tus amigos/críticos no son tan buenos como crees. Si te dicen que un libro es pluscuamperfecto y no es necesario cambiar ni una coma, un nuevo clásico y todas esas bobadas que tan en boga están hoy día en blogs de amigos y coleguis, ¡maloooooooooo! (ningún libro u obra es perfecto al 100%, siempre hay algo que mejorar. Ah, eso ya lo he dicho antes).
 
Siempre que veo que un autor que evoluciona en su nuevo trabajo me emociono (soy así de sensible), porque eso quiere decir que está atento a su trabajo, pendiente de todo lo que se puede mejorar, lo cual no deja de ser una manera de cuidar a sus lectores.
Y lo mejor es que, generalmente, no se hace de modo consciente. Es así de divertido esto de la evolución.
 
Nota mental: en serio, qué emocionante es ver evolucionar a gente que incluso te cae bien. Ojalá todo el mundo se diera cuenta de que merece la pena tomarse el esfuerzo.
 
 


sábado, 11 de mayo de 2013

LOS SÁBADOS RELATO: "EL REGRESO"



 

El extraño miró a su alrededor guiñando los ojos a causa del fuerte sol. Chorretones de sudor y mugre le caían de la sudorosa frente. Maldijo en voz queda cuando una gota ácida y salada le entró en un ojo. Soltó la espada para frotárselo, consiguiendo sólo irritárselo aún más. Aún y todo, siguió frotando.

Con un suspiro pesado, volvió a mirar a su alrededor. Las manos en las caderas, la espalda ligeramente encorvada, las piernas temblando a causa del cansancio…

Era increíble, pero todo había terminado.

La última batalla.

La última guerra.

Ya no quedaba nada contra lo que luchar.

Hacía años él mismo se había encargado de terminar con las pocas criaturas mágicas que poblaban el reino. No lo había hecho por odio. Y tampoco por dinero. Al fin y al cabo, podía contar con los dedos de una mano las veces que le habían pagado por acabar con algún bichejo asqueroso. La memoria es frágil cuando uno ya no se acuerda del peligro. La verdad, ahora que lo pensaba, acabar con ellos le había reportado tan poco placer como beneficio. Quizás debería haber elegido otro oficio, pero el de caballero errante tenía tanto glamour a los ojos de los jóvenes…

En cuanto a los ejércitos en guerra, ya nadie se acordaba de por qué había empezado la lucha… probablemente, dos reyes vecinos no se habían puesto de acuerdo a la hora de elegir el mármol para el monumento de algún mago egregio. El caso es que la guerra había durado siglos, o eso le parecía al extraño. Y como suele suceder en estos casos, había logrado implicar a un número ingente de tontos de todos los rincones del mundo. El extraño se había decidido a participar previendo una lucha corta y un rápido beneficio. Primero había luchado en un bando, luego en el otro, y después los había mandado a todos a hacer puñetas. Luego había vuelto, justo al final, como para darle la puntilla a todo aquel estúpido derramamiento de sangre. Y para variar, no había obtenido ningún beneficio… ni siquiera las gracias. Y eso que él solito había acabado con todo un regimiento de inexpertos e imberbes soldaditos de nueva hornada.

Cuando acabó con el último enemigo, sólo sintió no haber podido sentir algo, algo aparte de cansancio y aquel regusto a vino amargo en la boca.

         Debería anotar en alguna parte que emborracharse antes de una batalla no era la mejor de las ideas.

Luego pensó que era absurdo. En parte porque no sabía escribir.

Recogió la espada del suelo y pasó los dedos sucios por el desigual filo. Tenía tantas muescas que dentro de poco sólo serviría como perchero, si acaso Elda quería aprovecharla…

Recogió el hatillo con sus escasas pertenencias, se envainó la espada y comenzó a caminar.

Como último saludo al sangriento campo de batalla alzó el dedo corazón de su mano derecha en un gesto más que elocuente.

 

 

El extraño siguió caminando hasta que quedaron a la vista los torreones oscuros de un castillo feo a más no poder.

Se sentó en un piedra llena de musgo y sacó un trozo de pan duro del hatillo. Mientras lo mordisqueaba aún a riesgo de perder una muela en el intento, sacó un hato pequeño donde guardaba los souvenirs más extraños que un hombre pueda guardar.

Todos y cada uno de aquellos objetos habían sido extraídos de su cuerpo después de que alguien con ánimo no demasiado amistoso se lo hubiera insertado con esperanza de matarlo.

Una punta de flecha de bordes dentados era lo más normal. Había espinas venenosas, contó hasta seis (regalo de un pez venenoso que se los dejó como regalo de despedida antes de echar las tripas por la boca). La punta de una espada roñosa que brillaba cuando se acercaba un orco u otra criatura igualmente entrañable (regalo de un pequeño hobbit cabrón). Una bala de plata (regalo de un tío que lo confundió con un hombre lobo en una noche oscura. El muy estúpido había olvidado que los hombres lobos salían las noches de luna llena). Unas semillas venenosas, o al menos las que había logrado expulsar... (regalo de una amante despechada). Unas bolas oscuras… el extraño frunció el ceño. No tenía ni idea de lo que eran ni qué pintaban en su particular baúl de los recuerdos.

Ahogó un eructo y arrojó el resto del pan al suelo. Compadecía a los pobres pájaros que intentaran hincarle el diente.

El extraño esbozó una risita socarrona incongruente con la oscura sensación que emanaba.

Cerró su pequeño hato, lo guardó junto con lo poco que aún guardaba como recuerdo de sus aventuras y emprendió camino hacia el castillo.

 

 

Chocó con el zagal nada más pisar el patio interior.

No debía de tener más de diez años. Era guapo. E iba limpio. Y llevaba un libro bajo un brazo y una hogaza de pan tierno bajo el otro.

El extraño iba a hablar, pero el rapazuelo se le adelantó.

-¡Mamá, aquí está el tío más guarro que he visto en mi vida!

El extraño parpadeó un par de veces, no tanto por las palabras como por el volumen de voz empleado para pronunciarlas. Juraría que los oídos aún le pitaban…

Una mujer morena, bajita y regordeta, guapa aún, se asomó lo justo para echarle un vistazo.

Sus ojos se entrecerraron un instante y los labios se fruncieron formando un bonito capullo rosa.

Con las manos en las caderas, los ojos desbordando chispas de furia, la mujer avanzó por el patio con un ligero vaivén de caderas, capaz aún de atraer la mirada de todos los hombres en varios metros a la redonda. Desde luego, también atrajo la mirada admirativa del extraño.

La atractiva señora se colocó junto al chiquillo y le colocó una mano protectora en el hombro. El muchacho era alto para su edad. O quizás, ella siempre había sido tan menuda…

-Aldric, saluda a tu padre –dijo ella al fin, enarcando una ceja al oler su almizclado aroma a sudor y cansancio.

-Hola, Elda –saludó el extraño, con voz ronca.

 

 

Elda mandó que le prepararan el baño en las cuadras.

-No entrarás en mi casa oliendo así. Y, por cierto, voy a quemar esas ropas a las que pareces haberles cogido tanto cariño.

Ocho cubos de agua hirviendo, siete de agua fría, un par de pastillas de jabón con lejía, una botellita de perfume, un espejo, una navaja de afeitar, calzoncillos de suave algodón, una túnica nueva de lana verde, calzones negros, unas botas que aún recordaba haberse dejado allí antes de la última despedida… Elda habría sido un buen oficial de campaña. Pensaba en todo.

El extraño no recordaba su último baño. Miró con aprensión la bañera llena de líquido humeante.

-No entrarás en mi casa… recuérdalo.

Elda salió de las cuadras cerrando la puerta con pestillo… por fuera.

Un caballo a su izquierda relinchó, evidentemente se reía de él.

Con un suspiro de resignación, el extraño se rindió a los designios de una esposa tirana.

Dos horas más tarde, debía reconocer que se sentía mucho mejor.

Era bueno llevar ropa limpia, y no oler a sangre y a cosas peores…

Se miró en el espejo, tratando de reconocerse en el extraño que le miraba desde su reflejo.

37 años. Más de la mitad de su vida la había pasado arriesgándola sin recibir a cambio poco más que limosnas… cuando había tenido la suerte de recibir algo. De hecho, sólo una vez recordaba haber ganado algo de valor… aunque no era el castillo más bonito del mundo, ni tampoco la esposa más cariñosa. Pero durante un tiempo había sido feliz, o todo lo feliz que puede ser el hombre más cenizo y con el sentido del humor más extraño del reino, Elda dixit.

Oyó crujir una tabla a sus espaldas y se giró, llevándose la mano inconscientemente a la cadera… de la que ya no pendía su desangelada espada.

Era el niño. Aldric. Su hijo.

Reconoció en él sus propios ojos oscuros, el cabello negro, rebelde y ondulado… pero la ceja enarcada con aire impertinente era toda de Elda… y también su piel blanca y su belleza.

Algún día sería un hombre guapo… y además sabía leer, que ya era más de lo que sabía él, que le triplicaba ampliamente en edad. Ese sólo hecho le hacía sentirse orgulloso de él.

Y poseía una potente voz. Si no podía ganarse la vida de otra manera, lo haría bien como pregonero…

-¿De verdad eres Almondis de Grott, mi padre? –preguntó el niño, con voz solemne. A pesar del cambio de aspecto, aún no se le veía convencido del todo. La primera impresión sería difícil de borrar…

-Así me llamaban en otro tiempo –respondió Almondis con su voz rasposa, poco acostumbrada a la cortesía… y a hablar, en general.

La ceja de Aldric se alzó de nuevo.

-¿Te llamaban? ¿Y cómo te llaman ahora?

Almondis suspiró y frunció el entrecejo, como si necesitara pensar en la respuesta.

-La verdad es que hace tiempo que nadie me llama de ninguna manera. Llevo solo mucho tiempo, muchacho.

Aldric asintió, como si esa fuera suficiente respuesta para él.

-Mamá ha dicho que puedes entrar en casa si ya estás presentable… y que no se te ocurra llevar nada apestoso, o que os echará a ti y a lo que quiera que lleves de una patada en el culo.

Almondis abrió los dedos y se levantó, dejando caer al suelo el hato con sus souvenirs de guerra. En un último acto de rebeldía, lo tomó y lo deslizó dentro de su túnica, asegurándolo con la cinta de los calzones.

-Será nuestro secreto, ¿de acuerdo? –dijo guiñando un ojo en dirección a su hijo.

Aldric se encogió de hombros, lavándose las manos.

-A mí no me metas en tus chanchullos, padre. Diez años de vida me han bastado para aprender que no se debe jugar con el olfato ni con la paciencia de mamá. Yo de ti lo dejaría. Te juro que nadie te robará nada.

Almondis vaciló y finalmente dejó caer el pequeño paquete, que cayó con un lastimero ruido metálico.

Aldric sonrió con suficiencia y precedió a su padre hacia la casa.

A esas alturas, todo el castillo se había enterado de que el marido de la señora había vuelto, y todo el mundo simulaba tener tareas pendientes en el patio para poder echarle un vistazo.

Desde luego, nadie que lo hubiera visto apenas dos horas antes lo reconocería ahora en el hombre que seguía al joven Aldric.

Elda, desde luego, se llevó una buena sorpresa al verlo.

Era increíble lo fácil que se puede llegar a olvidar el rostro de alguien ausente durante casi diez años.

Sobre todo cuando se está casi completamente convencida de que ese alguien jamás va a volver.

Primero había luchado contra los monstruos, en su mayoría, criaturas que muy pronto se hubieran extinguido por sí mismas.

Y luego esa tonta guerra… habían muerto tantos y tantos hombres valerosos. Muchos de ellos eran mejores guerreros que Almondis… y sin embargo, él había sobrevivido… quizás porque, como decía su padre, el mismo cabrón que se la había regalado después de que el caballero errante le salvara del apetito caprichoso de un dragón, ese tipo no sólo tenía más vidas que un gato… es que era capaz de engañar a la propia muerte con su labia…

Curiosamente, apenas había pronunciado diez palabras desde su llegada… Quizás hasta alguien como Almondis era capaz de madurar después de ver tanta sangre derramada inútilmente.

O quizás sólo estaba cansado.

Mientras los miraba venir, a su hijo y al padre que lo engendró en la noche más dichosa de su vida, Elda se preguntó qué sería de ellos ahora.

Si serían capaces de retomar sus vidas donde las habían dejado.

Si él sería capaz de asentarse.

Y sobre todo… si a ella le apetecía que lo hiciera.

 

 

Almondis esperaba que su hijo le preguntara cosas de la guerra durante la comida. Es lo que haría cualquier niño de su edad. O eso creía él.

Pero Aldric no preguntó nada. Se limitó a tragar lo que tenía delante de él con un apetito envidiable sin apartar la vista del libro que leía.

Podía verle agrandar los ojos de asombro ante lo que leía, reír… suplicar “un poco más, mamá”, cuando Elda le decía que dejara el libro, que la mesa no era el lugar indicado para leer, que era desconsiderado hacerlo delante de… su padre.

Almondis rebuscó en su cabeza, deseando poder decir algo que llamara la atención de su hijo. O la de su esposa, que lo ignoraba delicadamente.

Desde la seguridad de su patente invisibilidad, Almondis se dedicó a analizar sus sentimientos ante semejante bienvenida.

No era que le reprochara a Elda su frialdad.

Ella nunca había sido del tipo cariñoso, su pasión era más bien salvaje. Si había algo que le gustaba recordar durante las frías noches de ausencia en algún sucio campamento, la noche antes de una batalla, era su risa grave en las noches de invierno, cuando trataba de seducirla contándole historias picantes.  Ella siempre se hacía la dura, pero Almondis siempre sabía cuándo había captado su interés con alguna hazaña especialmente escandalosa. Sus ojos azules brillaban, haciéndose más y más oscuros, sus blancas mejillas se coloreaban ligeramente y sus labios de rosa… recordaba especialmente lo que esos labios eran capaces de hacer… y lo que él era capaz de hacer para lograr arrancar una sonrisa de esa boca ahora tirante.

Mientras cada uno rumiaba sus pensamientos y el niño los ignoraba a ambos,  podría decirse que la comida transcurrió en una calma tensa.

Aldric se escapó con su libro en cuanto su madre le dio permiso.

-Padre –dijo el niño con una ligera inclinación a modo de despedida.

Almondis se sorprendió ante la naturalidad de aquel gesto… si al menos Elda se mostrara una décima parte de dispuesta a aceptarle…

 

 

Una criada de aspecto tan limpio y eficiente como su ama recogió la mesa y plantó delante de él una botella de vino con una copa.

Almondis se preguntó si era un gesto de bienvenida o una ayuda para la que iba a caerle encima. Porque era evidente que los ojos azules de su esposa se estaban preparando para una tormenta…

-¿Qué va a ocurrir ahora, Elda?

Almondis no supo que había hablado en voz alta hasta que escuchó su propia voz. Esa voz que había sonado por última vez en ese salón hacía casi diez años.

Elda enarcó una ceja, queriendo aparentar estar más tranquila de lo que realmente estaba. La delataba el abrir y cerrar espasmódico de su mano derecha, y el golpeteo de su pequeño pie contra la estera de juncos frescos del suelo.

-Supongo que depende de ti, Almondis de Grott.

-¿De mí?

Los ojos de Elda brillaron con una emoción intensa desde el otro lado de la sala.

-De si decides quedarte… o no –la voz se quebró justamente al final.

Elda estaba realmente sorprendida consigo misma.

Y escandalizaba por su propia debilidad.

¿Cuántas veces había jurado y perjurado que no volvería a dejarle entrar en su casa, en su lecho? ¿Cuántas veces?

¿Cuántas veces había aceptado a otros en su lecho, buscando una pizca de la luz que él le había aportado a sus noches?

¿No era absurdo darse cuenta después de diez años de que nunca había sido capaz de olvidar a ese sinvergüenza?

Almondis habría deseado tener su espada a mano para poder apoyarse en su frío acero. Lo había hecho tantas veces… y además sabía que lucía muy atractivo cuando lo hacía.

Pero Elda siempre había detestado las armas, recordó de pronto. Seguramente, ese castillo era el único en todo el reino donde sería imposible encontrar un filo más grande que el del cuchillo de trinchar.

-¿Por qué has vuelto, Almondis?

En otro tiempo había sido un tipo con labia… había dormido muchas noches en un suelo seco o en un cálido lecho gracias a su rápida sonrisa y a un cumplido dicho a tiempo. No en vano había recibido a Elda y ese castillo como recompensa gracias a su facilidad de palabra, cuando el padre de la joven se había negado a pagarle un precio justo por salvarle de aquel dragón desdentado. Al final el viejo había acabado dándole las gracias más efusivamente por librarle de una hija de lengua afilada que por salvarle la vida. Pero los años de guerra habían acabado con esa parte de su personalidad, quizás la más superficial, pero también la más sociable de su carácter. Era tan práctica en una situación como aquella…

Sencillamente, ya no sabía cómo hablarle a su esposa. Deseaba recobrar aquella lengua vivaz para explicarle sus motivos para volver… porque había vuelto por ella. ¿Por qué si no? Desde luego, no por las feas gárgolas, ni por el retrato del padre de Elda que aún presidía la sala de recibir… y que ella usaba como blanco para los dardos.

-Te echaba de menos –respondió al fin, con una voz y un tono tan alejados de su antigua ligereza que Elda no supo muy bien cómo tomárselo.

La verdad era que no conocía a ese hombre.

Almondis había pasado más tiempo lejos de su hogar que el que había pasado con ella y con su hijo. No andaría desencaminada si dijera que ese hombre era para ella un completo desconocido…

-Te echaba de menos –repitió él, con voz apenas más alta, sonriendo-. Y porque tú sabes muy bien que soy un desastre sin ti.

Elda sintió la sangre rugir en sus oídos. Las manos se cerraron con fuerza atrapando y arrugando la tela de su vestido.

-Maldito capullo –replicó con la voz ahogada por las lágrimas.

Lloraba, y sin embargo, no se sentía triste.

Un peso que había llevado mucho tiempo sobre su corazón, sin saberlo, desapareció, dejándola respirar como no lo había hecho desde el día que él se largó sin apenas mirar atrás.

Lloraba porque había reconocido esa sonrisa.

Y ella jamás había podido resistirse a aquella sonrisa.

Y Almondis lo sabía. Quizás había olvidado muchas cosas, demasiadas, pero recordaba muy bien cómo conquistarla.

Avanzó hasta que pudo tomarla entre sus brazos por primera vez en casi diez años.

Ella aún olía a violetas, y aún cabía perfectamente en el hueco entre sus brazos.

Elda lo abrazó, sabiendo que al abrazarle esa noche encontraría nuevas cicatrices, que tendría que luchar para alejar de él las sombras que se ocultaban tras su mirada.

Pero él le había sonreído.

Como antes.

Como siempre.

Y sólo por aquella sonrisa merecía la pena olvidar aquellos diez años de penas, guerras y soledades.

Mientras abrazaba a su esposa y se hacía a la idea de que no tenía ni idea de cómo viviría de ahora en adelante, el extraño se sintió feliz al fin.

 Porque Almondis de Grott, señor del castillo de Piedra Oscura, al fin había vuelto a casa.

 


 

viernes, 10 de mayo de 2013

SOBRE DAR LECCIONES

 
 
Como personas que somos, tenemos ideas, es lógico. Ideales políticos, religiosos, ecológicos, e incluso es posible que hasta pertenezcamos a clubs de lectura, de macramé, partidos políticos o cosas menos confesables. La cuestión es: ¿debemos reflejar nuestras ideas en nuestros escritos? Es decir, ¿debemos adoctrinar a nuestros lectores?
 
En los últimos tiempos he tenido la oportunidad de ver ejemplos varios, algunos más vergonzosos que otros:
-Protagonistas que se detenían a mitad de una escena  y sin venir a cuento soltaban una parrafada sobre lo malos que eran los que dejaban abandonados a los perros en las cunetas.
-Novelas en las que se decían cosas tales como que las mujeres solteras (o quizás solteronas) secretamente ansían lo que no pueden tener, esto es, casarse, y si él es un ser superior, pues mejor que mejor.
-Lo malos que son los recortes del gobierno X para los asuntos sociales en general.
Podría tirarme así todo el día, y seguro que os habéis topado con cosas así muchas veces.
 
Yo sé que es imposible evitar que nuestra personalidad e ideas aparezcan por boca de nuestros personajes, pero hay diferencia entre mostrar una conciencia ecologista al crear un personaje que recicla o hacer que ese mismo personaje suelte un sermón pro-compost cada vez que hable y le pegue una paliza a su vecino por mezclar el papel y el plástico (lo mismo vale con la religión: a veces a los autores se les olvida que hay más de una en el mundo, o cualquier otra cosa).
 
En definitiva, ya que es inevitable, tratar de controlarnos un poquito, por favor, no queremos parecer políticos en un mítin, por no hablar de que ciertas ideas pueden provocar rechazo hacia la novela y el autor por carcas/radicales/extrañas, etc.
 
Nota mental: a mí, desde luego, las ideas de que el matrimonio y los hijos son la única ideal me hacen sentir incomodísima, por muy autora de romántica que sea. Rara que es una.