En el año de la hambruna, era
tarea de la sanadora buscar alimentos para los supervivientes, dado que era la
que mejor conocía las hierbas y plantas comestibles.
Era bien sabido que algunos
habían muerto tras alimentarse con yerbas venenosas, entre grandes
padecimientos peores que el hambre que asolaba sus miembros.
Sin embargo, la hambruna la
causaba una sequía que había secado campos y bosque, matando casi todas las
plantas, tanto comestibles como venenosas, dejando yerma la tierra, de modo que
la sanadora se encontró ante un enorme dilema: ¿si no tenía plantas con las que
alimentar a los supervivientes, con qué otra cosa podía hacerlo?
Un aroma delicioso se alzó
cada tarde desde la choza de la sanadora, un aroma a guiso de carne con
especias, las delicadas especias que la sanadora había recibido el día de su
boda y que había guardado toda su vida, esperando un día especial, una época
especial, una era especial. Y ese día, esa época, esa era había llegado.
-Madre –preguntó su hija,
devorando un plato de aquel delicioso guiso-. ¿Qué era eso?
Le había parecido ver algo
brillante mientras su madre removía el guiso, algo que se parecía
sospechosamente a… pero no podía ser. Cerró los ojos, obnubilada por el sabor
de la carne, pero sobre todo por el olor. Jamás había olido nada semejante.
Estaba segura de que nunca podría olvidar ese olor.
-¿Qué, querida?
La niña negó con la cabeza y
sonriendo beatíficamente, solo disfrutando tras semanas de privaciones.
Esa noche era luna de lobos.
No era que le preocupara, pero
seguro que Henry le insistiría en que llevara el mosquete en la cesta, por si
acaso. No entendía que a ella los lobos
no la asustaban. Llevaba años yendo al bosque a llevarle comida a su
abuela cada día y nunca había visto ninguno, como mucho había visto sus huellas
y los había oído aullar en la distancia.
Para ser cazador, Henry
parecía saber muy poco de animales.
¿Acaso no sabía que eran mucho
más peligrosos los humanos para los lobos que al revés?
Frida se arrebujó en su capa
escarlata y caminó a paso ligero por el sendero casi borrado que llevaba a casa
de su abuela. Hacía años que nadie más que ella iba por allí y muy pronto
dejarían de ser creíbles sus visitas. La gente del pueblo se preguntaba ya
cuántos años tenía la vieja.
¿Setenta? ¿Ochenta? ¿No eran
muchos para una mujer que vivía aislada en un bosque, enferma?
Desatrancó la puerta de la
cabaña y entró sin llamar.
-¡Ya he llegado! –exclamó,
como cada día.
-Hoy has tardado –respondió
una voz grave a sus espaldas.
Frida se detuvo, la mano
congelada a la altura de la manilla de la puerta.
Se suponía que no debería
responder nadie. Allí no vivía nadie. ¡Nadie!
Procurando moverse lo mínimo
posible, trató de escrutar las tinieblas de la choza donde apenas entraba luz
por las ventanas que ella misma había tapiado hacía años para evitar miradas
curiosas.
Sabiendo que no podía confiar
en la vista, recurrió a su sentido más fiable. Cerró los ojos y alzó un poco la
barbilla. Olfateó, venteó como un animal, como había visto hacer a los lobos.
Sonrió.
-Henry… -murmuró, sintiendo
que la calma invadía sus miembros.
Dejó la cesta en el suelo y
cerró la puerta. Avanzó unos pasos hacia la sala y lo vio, sentado en la
mecedora de su abuela, meciéndose suavemente, sosteniendo su mosquete como si
fuera un bebé de pecho, mirándola.
-¿Cuánto?
Frida se preguntó si tenía
sentido hacerse la tonta, pero pensó que no, que sería mejor una verdad a
medias.
-Hace un par de años llegué y
mi abuela estaba… muerta –Frida fingió un quiebro de la voz.
-¿Fueron los lobos?
Frida alzó la mirada,
sorprendida. Por unos segundos había olvidado la obsesión de Henry por los
lobos asesinos. Y más últimamente, que el número de víctimas había aumentado de
una manera abrumadora. ¿La había seguido por eso, para protegerla de los lobos?
Casi sintió un ramalazo de ternura por él.
Negó con la cabeza.
-No sufrió, creo que fue
mientras dormía.
Lo vio fruncir el ceño,
confuso.
-¿La enterraste sola y no
dijiste nada? Sigues viniendo todos los días al bosque, ¿para qué?
Henry dejó su mosquete a un
lado y se levantó. Frida admiró su apostura, la hermosura de sus facciones, la
fuerza de sus miembros. Avanzó hasta ella y su aroma asaltó sus fosas nasales,
haciendo que su sangre hirviera.
-Será mejor que te vayas,
Henry. Lo que haga aquí no es asunto tuyo –dijo Frida dándole la espalda.
¿Cómo era posible, si acababa
de…?
Él la sujetó por los brazos
haciendo que se girara para mirarle nuevamente.
-¡Cómo no va a ser asunto mío
si vamos a casarnos! –medio gimió medio gruñó él, acunándola contra sí -. Mi
hermosa muchachita…
Frida trató de zafarse. No
soportaba tenerlo tan cerca, con su almizclado olor a hombre de bosque, salvaje
y delicioso. Sí, ricooo…
Acercó la nariz a su cuello no
demasiado limpio, con su mezcla de jabón de afeitar, cuero, grasa y suciedad.
Aspiró con fuerza. Lo besó. Lo lamió. Lo mordió.
Henry rió hasta que ella
ahondó el mordisco.
La apartó con una mirada de
extrañeza, con la mano en la herida. Se la apartó para descubrir que la tenía
cubierta de sangre.
-Frida, ¿qué diablos haces?
Ella lo miraba espantada por
lo que podía llegar a hacer si no se controlaba. No es que tuviera miedo de
ello en sí, sino de que fuera con Henry.
-Vete, Henry. Lárgate y no
vuelvas.
De pronto Henry ya no la
miraba, no miraba sus labios llenos de sangre, su lengua que no podía evitar
saborearla, sino una repisa sobre la chimenea, llena de objetos que parecían
ajenos a la cabaña: juguetes, chucherías, piezas de tela, lámparas e incluso…
¿huesos?
Frida lo vio acercarse a la
repisa y acercar una mano temblorosa hacia los objetos, pero sin atreverse a
rozarlos siquiera.
-Dios mío, Frida, ¿qué diablos
es todo esto?
Pudo leer en sus ojos el
segundo exacto en que se dio cuenta de qué representaban esos objetos, el
momento en que se dio cuenta de qué era ella.
Y entonces, el peor minuto de
todos…
-Francis…
Al fin había reconocido su
broche en forma de paloma, un broche que había pertenecido a su madre y que
Francis iba a regalarle a Meg, su prometida cuando se casaran. ¿Qué sentido que
lo tuviera Frida si Francis no había pasado por allí? Además, Francis había
desaparecido sin dejar rastro hacía más de un mes y supuestamente se lo habían
comido los lobos. Si hubiera sido así, ¿por qué tenía Frida su broche?
Frida alzó los hombros y clavó
en él una mirada tan fría y estremecedora que Henry reculó sin poder evitarlo.
Sus ojos buscaron el arma que había dejado junto a la mecedora. Todo su valor
parecía haberse esfumado de pronto.
-Vino una tarde para decirme
que lo había descubierto todo, que no se lo diría a nadie si yo accedía a hacer
lo que él quisiera.
Henry la miró horrorizado por
su frialdad, por la manera en que narraba cómo se había acostado con su hermano
y luego lo había matado y cocinado en esa misma casa, según la antigua receta
de su madre. Y lo hacía atusándose la
capa carmesí, colocando bien la hermosa caperuza sobre la espalda de forma que
no le hiciera pliegues poco favorecedores, como si le estuviera narrando un
paseo por el bosque.
-De modo que jamás hubo lobos…
-dijo Henry al fin, como en estado de trance.
Frida lo miró con una risa más
parecida a un quejido, dejando caer las esquinas de la capa a los lados.
-Henry, por Dios, ¿realmente
tienes que mostrarte como un idiota? Yo… lo necesito –murmuró con algo cercano
al fanatismo. Henry no podía moverse, solo podía mirarla, verla acercarse, con
sus ojos encantadores, su sonrisa afilada-. Aquel año de la hambruna mi madre
sacó a los muertos de las tumbas para alimentarnos a todos y es posible que
vosotros prefiráis haceros los idiotas y fingir que no lo sabéis, pero yo sé lo
que vi en la cazuela aquel día –añadió con vehemencia–. Durante años tuve que
reprimirme y comer la detestable carne de los animales que tú y los otros
cazadores me traíais, como si fuera un tributo. Hasta que un día me topé con un
hombre que había sido atacado en el bosque. Estaba a punto de morir y me pidió
ayuda. Yo solo podía oler ese olor en su piel, en su sangre. ¡Lo recordaba! No
pude contenerme, tuve que probarlo. No sabes lo bien que me vino tu manía con
los lobos asesinos para encubrir mis crímenes, querido. Ahora que sabes que mi
abuela ha muerto y, en fin… otras cosas… no puedo dejarte con vida. Además,
siempre me tientas con tu olor, eres demasiado apetitoso –dijo relamiéndose-.
Me largo de aquí y no vas a tener la oportunidad de detenerme, amor…
Él, paralizado por la
sorpresa, el miedo y, por qué no decirlo, la fascinación, hubiera jurado que
jamás le había visto una sonrisa más hermosa, más blanca o más puntiaguda.
Cuando sus dientes cayeron
sobre su cuello, vio que la capa, que siempre le había parecido tan roja, tan
carmesí, realmente estaba salpicada de miles de gotitas de sangre.
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