Cuando entró en la sala en penumbra
no era más que un niño. Un niño que abrazaba un vaso que desbordaba refresco a
cada paso, dejándole los dedos pegajosos, en una mano, y un cubilete de
palomitas aún calientes abrazado a su tierno costado.
El acomodador le señaló un sitio que
no era malo del todo. Una fila más cerca del principio que del final, más cerca
de la pared que del pasillo.
Haciendo equilibrios con lo que
llevaba en las manos y las piernas de los que ya estaban sentados, el adolescente
ocupó su asiento.
Terminados los tráilers, comenzada la
película, el joven se removió en su asiento. Como siempre, las rodillas le
rozaban el asiento delantero y tenía que
cambiar de postura continuamente para estar cómodo.
Más o menos por la mitad de la
película, cuando todo pintaba bien para la pareja protagonista, el hombre de
mediana edad ya había terminado las palomitas y daba los últimos sorbos a su
refresco y se removía una vez más, ganándose una mirada de fastidio de su
compañera de asiento.
Quedaban más o menos cinco minutos
para el final de la película cuando el anciano sintió un extraño adormecimiento
en el brazo izquierdo, un dolor punzante que le subía hasta la mandíbula y
pensó que, una de dos, o se trataba de un infarto o de una indigestión por las
palomitas rancias.
No era mal sitio para morir, pensó,
mientras veía las letras blancas de los créditos finales bailando sobre el
fondo negro. Lástima que la película no
fuera mejor.
A este pillín ya lo conozco.
ResponderEliminarEs único dentro de tu antología, esa idea de metáfora hecha cuento, me gustó mucho.
Saludos!
Es diferente y raro. Lo escribí en cinco minutos y siempre me sorprende el resultado.
EliminarNos leemos!!