Alain
consiguió que le soltara. Entre mofas y cuchufletas, entendí que allí no tenía aliados, ni siquiera él, así que decidí largarme.
¿Cómo se
atrevía a mirarme con esa cara de corderito inocente y traicionado? Si esperaba
a que yo hiciera un amago siquiera de que le conocía de algo, iba listo. ¡Ja!
Incluso ¡JA!
Recorrí con
la lengua el filo de mis dientes, notando el sabor de su sangre. Hasta para eso
estaba bueno, el condenado.
Me detuve
junto al espejo del vestíbulo (en esa casa había espejos por todas partes, lo
cual me daba a entender que Moncho era un presumido enamorado de sí mismo de
tomo y lomo, como había creído siempre), y dediqué unos minutos a adecentarme.
O a intentarlo, al menos. Desistí con el pelo a los dos segundos. De todas
formas, aquella no era yo.
La rabia daba
un brillo especial a mis ojos, estaba claro.
De modo que
ahí había estado todo el tiempo.
Seguro que
estaba encantado. Por fin un jefe perfecto, que escribía bien, que no era un
autor de género menor, que tenía prestigio, que seguro que no le metía mano en
cuanto se agachaba a recoger un lápiz… Debía de estar en la gloria, el muy
mamón.
En el fondo,
casi lo entendía. Conmigo sufría un suplicio diario, entre lecturas y
correcciones. Pero al menos podía haberlo dicho. Hablando se entiende la gente…
hasta yo.
Bien, ya no
era necesario que dijera nada.