Decidí que,
ya que pagaba una buena pasta, aprovecharía las clases, aunque algunas fueran
una chorrada.
Llegaba
puntual cada día, sacaba mis libretas, mis lápices de colores, ponía mi cara de
buena chica (que la tengo, aunque nadie se lo crea), y trataba de poner atención.
Lo juro. Lo
intentaba. Pero es que a los pocos minutos de escuchar ciertas cosas hasta
vosotros habríais puesto cara de «ay, pordióooo, pero qué mestás contandooo».
Ejemplo:
(Nótese que,
a todo esto, el Maestro Moncho dictaba estas lecciones en batín, fumando en
pipa y con cara de místico, y que sus alumnos, menos yo, lo miraban con una
adoración que rayaba en lo sexual).
—Imaginen
ustedes que tratan de plasmar una escena en la que un adalid —decía el Maestro,
marcando la d final de adalid de una forma ultrapedante—, porta una espada con
la que ansía penetrar la carne de su enemigo. Imaginen ustedes que son esa
espada, que rasga, que hace rugir la sangre, que hace sangrar…
Se me escapó
un carraspeo sin remedio, lo que hizo que el chorro de masculina voz se
detuviera y que la mirada colérica del Maestro, y también la de sus discípulos,
se dirigiera hacia mí.
—¿Algo que decir?
—Nada —dije
entre dientes.
—Vamos,
adelante…
No quería
caer en la trampa. No debería caer en la trampa… Pero era tan jugoso, tan
sencillo hacerlo.
—¿No es eso último algo redundante? —pregunté,
inocente de mí, sin saber lo que se me venía encima.
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