—Redundante.
¿Redundante? ¡Redundante!
Moncho reía
y, como si se hubiera abierto la veda para ello, el resto de sus alumnos rieron
también. Sentí como una de mis cejas se disparaban hacia arriba.
—Pues sí,
redundante —machaqué—, y supongo que ni siquiera usted puede negarlo.
El Maestro
hinchó su pecho, haciendo que las puntas del pañuelo de seda que llevaba al
cuello salieran disparadas hacia arriba.
—¿Cómo te atreves? ¿Qué sabrás tú, una estúpida
autora de novelitas rosas?
Los alumnos
pelotas dijeron «Uhhhhh» a coro, jaleando a su genial maestro, y me cabrearon.
Me levanté,
y dediqué unos segundos a ordenar mi material de escritura. Cualquiera que me
conozca a esas alturas habría salido pitando, pero el muy idiota no supo leer
las señales de alarma y siguió burlándose con su coro de estúpidos detrás.
—Miradla, no
es capaz de defender su género de catetas en bata, tan desesperadas por un hombre
que tienen que inventarlo. —Que él, que iba vestido con un batín hablara de
personas en bata, era cuanto menos irónico, pero callé—. Pobrecita, si da hasta
pena. No hay más que ver el tipo de gente que hace ese tipo de cosas, que no
son capaces de hacer nada mejor…
Inspiré con
fuerza. Se estaba pasando, pero yo estaba decidida a ser buena persona, porque
había leído en las normas que si me iba, perdía el dinero de la matrícula. Era
mejor que me echara él. Y a ese paso, lo iba a conseguir sin decir una sola
palabra.
—Pero lo
peor de todo es esa pinta que lleva. ¿Habéis visto ese pelo?
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