sábado, 22 de febrero de 2014

EL SECRETARIO: EL VIAJE (III)

De pronto el viaje a París ya no me emocionaba tanto. La perspectiva de estar a solas, acurrucados mientras mirábamos la torre Eiffel, el obelisco, o mientras nos tomábamos un crêppe en alguna plaza, había dejado de ser tan dulce, ahora que sabía que no íbamos a alojarnos en un hotel, sino que dormiríamos en casa de los señores Panphile.
Y no es que yo odie a los padres. De hecho, tengo padres.
 Pero una cosa era presentarme un viaje a París como algo placentero y “de vacaciones” y otra encontrarme con que el objetivo era algo muy distinto.
El viaje en avión fue cómodo y rápido. Lo único que me agobió fue pensar que en apenas unas horas estaría durmiendo en casa de unas personas a las que no conocía. Por no hablar de que la impresión que esa gente se llevara de mí bien podía cambiar mi relación con Alain. Porque, seamos sinceros… la gente no es lo mío.
-Lorito ya debe de haber montado una fiesta en casa.
Su intento de tranquilizarme no cumplió su misión, ni mucho menos. La idea de una fiesta destroyer en mi casa que, si él estaba en lo cierto, ya debía de estar llena de secretarios contándose sus batallitas acerca de las terribles amas que les maltrataban, borrachos, drogados, tal vez tirándose los muebles los unos a los otros.
-Si entran en mi despacho, echaré a Lorito de una patada en el culo.
Alain enarcó una ceja.
-De haber sabido que esa era la manera de echarle, te saco antes de viaje.
No hablamos mucho más mientras el avión aterrizaba, recogíamos las maletas, y nos dirigíamos a la casa de los señores Panphile.
Era tarde y Alain había decidido que lo mejor era dejar allí el equipaje y salir más tarde a dar una vuelta, si a mí me apetecía. Yo no puse pegas, prefería pasar por el mal trago cuanto antes. Además, Alain, tal vez a causa de mi ceño fruncido y mis rezongos, había perdido su aire de felicidad. Como parecía arrepentido de haberme sacado de paseo, me sentí culpable por arruinarle el momento. Al fin y al cabo, volvía a casa, y era normal que se sintiera feliz.
Le cogí la mano y me la llevé a la cara. Íbamos en el taxi, y hacía al menos media hora que no intercambiábamos una palabra.
-Bienvenido a casa, mon petit chou.
Él recuperó la sonrisa y me señaló la torre Eiffel, tal vez el gesto más repetido en aquella ciudad.
Protagonizamos una tierna escena digna de cualquiera de mis novelas, y que hizo sonreír al taxista. O igual se pitorreó de mi acento francés, que todo es posible.
Durante unos minutos, se me olvidó por completo el posible motivo del viaje, y hasta que dormiríamos en casa de sus padres (lo mirase como lo mirase, algo preocupante).
Viajamos durante unos diez minutos y, de pronto, el taxi se detuvo frente a uno de esos edificios de principios del siglo XX, clásicos y elegantes, y en los que te puedes imaginar a burgueses tomando queso, paté y pato a la naranja mientras critican al gobierno con la nariz levantada como si olieran algo desagradable.
No sé por qué, no me sorprendió saber que Alain se hubiera criado en un lugar así. Le pegaba. Era como él, sobrio, elegante y un tanto repelente.
Mientras subíamos en el ascensor antiguo, que rechinaba como si fuera a caerse en cualquier momento, me entró un sentimiento poco común en mí: optimismo.
Todo saldría bien. Los padres de Alain no podían hacer otra cosa que adorarme, porque… ¿acaso no soy la cosita más adorable del mundo?
Salimos del ascensor y caminamos por un corredor que parecía eterno, que olía a flores y un poco a desinfectante. Yo sonreía cada vez más, mientras que Alain, cargado con las maletas, parecía cada vez más serio.
Nos detuvimos ante una puerta enorme, oscura y poco acogedora. Pero nada malo podía ocultarse tras ella, me dije. Si Alain había salido de allí, solo podía haber cosas buenas.
-Tal vez debería haberte dicho antes que…
Me volví hacia Alain, con una mirada interrogativa, pero la puerta se abrió de pronto, acaparando mi atención.
Reconozco que no me fijé en la persona que había abierto la puerta, pero es comprensible…
Tras Marie Panphile, un retrato enorme de Alexia Guipur abrazando a Alain, a miiii Alainnnnn, presidía el corredor.
-¿Puede saberse quién es esta… mujer?
Cuando la miré al fin, me dije que Alain tenía razón. Debería haberme dicho antes que su madre me odiaba incluso antes de conocerme.






viernes, 14 de febrero de 2014

EL SECRETARIO: EL VIAJE (II)

París. Oh lá lá!!
Estaba tan contenta que iba dando saltitos por el pasillo.
Regresar a París era una de esas cosas pendientes durante tanto tiempo que ya ni me acordaba. Volver a ver lo poco que había visto y vislumbrar aunque fuera de reojo el resto. Y con Alain, que conocía todo al dedillo. Madre mía, MADRE MÍA, ¡¡¡MADRE MÍAAAAAAAAAAA!!!
De acuerdo, estaba algo más que un poco histérica por la noticia. Hasta me había vuelto una de esas mujeres que no hablaba más de lo que llevaría o dejaría de llevar en la maleta, preguntándome qué era realmente necesario meter si quería comprar algo allí, como champán, más champán, y también algo más de champán. Y bombones. No bombones sospechosos de esos que había traído Alexia. Desde que ella había estado en mi casa no había sido capaz de volver a comer uno. Es más, no probaba bocado que no hubiera pasado por mis delicadas manos. Yo no es que sea paranoica… es que no quiero morir joven y hermosa.
-Para ya. Empiezo a marearme de tanto verte dar vueltas.
Alain, que estaba corrigiendo uno de mis manuscritos, bolígrafo rojo en ristre, mascullaba entre dientes, tal vez comprobando cómo sonaba una frase en voz alta. Verle tacharla con crueldad no consiguió amargarme el momento.
-¡Vamos a Paríssssss! -hasta yo empecé a preocuparme al escuchar mi voz. Me faltaban unos pompones y unas mechas rubias para terminar mi mutación en muñeca de encefalograma plano.
Como si me leyera el pensamiento, Alain esbozó una sonrisa. Su mirada oscura pareció decirme: “al final eres como todo el mundo. Te encantan las sorpresas”. Aunque solo fuera por rebeldía, decidí calmarme y mostrarme fría. Si quería reírse de alguien, no sería de mí.
Me senté para trabajar un poco, aunque lo que hacía de verdad era hacer una lista con todas las cosas que quería ver en París. Aunque tal vez sabía lo que hacía, él no dijo nada. Cuando habló al fin, casi una hora después, yo ya me había aburrido de listas y había empezado a trabajar de verdad. Estaba tan concentrada en la historia, que tardé en darme cuenta de que me estaba hablando.
-… y es por eso que he pensado que a ti no te importaría.
Parpadeé un par de veces para volver al presente.
-¿Perdona?
-Hablo de mis padres.
-¿Padres? -ahora sí que me había cogido por sorpresa. Alain nunca hablaba de su vida personal, y para una vez que lo hacía, yo estaba en mi mundo.
-Todo el mundo tiene unos. Tú también. De hecho, hablo con tu madre todas las mañanas para informarle de que comes bien y duermes… bien.
Entrecerré los ojos al escuchar la pausa antes de la última palabra. ¿Sabía mi madre que Alain no era precisamente mi secretario? A juzgar por su sonrisa, mi madre a esas alturas lo sabía todo e incluso más. Fantástico.
Preferí hacer caso omiso de las ideas que me venían a la cabeza al imaginar las posibles conversaciones entre esos dos entes que yo consideraba ajenos el uno del otro, e hice un gesto para que fuera al grano.
-He pensado que podríamos visitar a los señores Panphile cuando estemos en París.
-Oh, vaya -murmuré, incapaz de decir nada más.
Él lo debió tomar como un asentimiento, ajeno por una vez a lo que ocurría en mi cabeza, que parecía a punto de estallar.
¿Conocer a sus padres? ¿A eso se debía la visita a París?
Sentí que el aire de la habitación se volvía sólido de pronto, y que incluso mis ojos se nublaban de la impresión.
Ese maldito… ese cretino… No podía atreverse… No se le podía estar ocurriendo siquiera… ¡HACERLO OFICIAL!