Sigue lloviendo.
48 días seguidos sin un solo rayo de sol.
Empezó un jueves a las 16:43 horas y desde entonces
no ha parado.
Mi madre rezonga detrás de mí que esto no es normal.
-Hace años llovía todo el tiempo. Sólo que lo hemos
olvidado –digo, con la mirada clavada en una gota de lluvia que resbala
lentamente por el cristal, dejando un rastro como de baba de caracol.
-Eso era diferente –bufa mi madre -, aquello era sirimiri.
Yo callo.
No entiendo qué diferencia hay entre una lluvia
menuda, incesante y sempiterna y una lluvia fuerte, incesante y sempiterna.
La única que yo veo es el tamaño de las gotas.
Rio a solas y mi madre me echa una de esas miradas
que parecen decir: “Vaya hija más rara que tengo, ya podía haber salido como su
hermano”.
Como conjurado de entre las sombras, mi hermanito
hace una magistral aparición. Viene de trabajar y tiene una pinta horrible.
Odia el turno de noche, pero eso sólo lo dice en
casa, claro.
¡Qué diría su jefe ante tamaña rebelión proletaria!
Tras un saludo distraído, sorbe de un trago el café
que le tiende mi madre y se va directamente a la cama, sin apenas emitir otro
sonido que un coro de bostezos y maldiciones.
-Voy a hacer la compra, ¿necesitas algo? –dice mi
madre tras hacer su repaso diario al jefe de
mi hermano, pasando alegremente por todos sus ancestros y progenie,
vivos y difuntos por igual.
Mi madre no me pregunta si quiero ir con ella, sabe
perfectamente que no me gusta salir los días de lluvia. Finalmente, se va sin
recibir una respuesta.
Además, yo sé perfectamente que ha quedado con su
amiga Amelia para tomar un café y desahogar en los comprensivos oídos de la
otra sus numerosas penas cotidianas.
No me gusta salir los días de lluvia… lo cual quiere
decir que hace 48 días que no salgo de casa, con la excepción del día en que
salí a comprar el pan porque mis padres se fueron de excursión con los otros “jovenzuelos”
del hogar del jubilado.
Afortunadamente, la tienda de ultramarinos está a
cinco pasos escasos de mi portal.
Casi podría decirse que ni siquiera me mojé los
zapatos…
Un trueno resonó en el mismo momento en que pisé la
calle, como para anunciar a gritos el sorprendente acontecimiento: “¡ALEJANDRA
SÁNCHEZ HA PISADO LA CALLE EN UN DÍA DE LLUVIA!”.
Correr desde el portal hasta la tienda, comprar el
pan, saludar a las vecinas y volver corriendo de la tienda al portal no me
llevó más de tres minutos y medio. Todo un record, juraría.
Curiosamente, me gusta mirar cómo cae la lluvia sentada
en mi butacón cerca de la ventana, escuchar el sonido de las gotas contra el
cristal, ver el rastro que dejan en el cristal cuando se secan, como de polvo
viejo…
-Eso lo dices porque tú no tienes que limpiar los
cristales –diría mi madre, subrayando con uno de sus bufidos que la verdad
absoluta está en su mano.
Quizás mi madre tenga razón, pero no puedo evitar
pensar que el hecho de que, el que esa huella polvorienta aparezca, es señal de
que ha dejado de llover. Por fin una buena noticia.
Con un suspiro, aparto la vista de la ventana.
Total, dentro de media hora la vista seguirá siendo la misma, me temo…
Retomo el manuscrito que la editorial me mandó ayer.
Mientras mis ojos recuerdan los párrafos ya leídos,
me distraigo pensando que es una suerte trabajar en casa, con el retumbar de la
lavadora como música de fondo y las conversaciones de los vecinos apenas
amortiguadas por los delgados tabiques como coro.
Son como una banda sonora rechinante para el
proyecto de novela que estoy traduciendo. Algo absurdo sobre futuros
apocalípticos, robots con sentimientos y una heroína dispuesta al mayor
sacrificio por salvar a la humanidad. La editorial cree que será un éxito, por
supuesto. Todo el mundo necesita evadirse de la horrible realidad, dicen…
Absurdo, me repito a mí misma.
¿Quién puede pensar en un argumento tan lejano y pasado
de moda cuando hay algo tan cercano, cotidiano y absolutamente subyugante como
la lluvia para inspirarse?
Mis ojos vuelan de los papeles a la ventana.
Me ha parecido ver un amago de rayo de sol.
Mi pulso se ha acelerado. Veo mi reflejo en el
cristal. Tengo el pelo revuelto, los ojos muy abiertos y mi boca ha perdido su
rigidez característica.
Un rayo de sol intenta atravesar una capa de nubes y
pienso tontamente que es como asistir a un duelo imposible entre una hormiga y
un gigante.
Por supuesto, el rayo de sol pierde.
Era una tontería esperar lo contrario.
Las nubes triunfantes parecen sonreír con
suficiencia mientras ahogan cruelmente su resplandor.
En fin, qué se le va a hacer.
Mi madre vuelve de su café terapéutico y empieza a
trastear en la cocina, canturreando para sí desafinadamente. Pobre Amelia, le
debe de haber dejado la cabeza como un bombo.
Poco después, mi padre vuelve del monte y deja a su
paso un rastro de huellas embarradas cuya visión borra como por ensalmo el buen
humor de mi madre.
Mi hermano asoma la cabeza despeinada por la puerta
y dice con voz ronca que dejemos de hacer ruido de una puñetera vez. Que en
esta casa no hay quien duerma…
-Eso tiene solución –salta mi padre con saña-,
búscate tu propia casa.
Mi madre refunfuña que su niño está muy bien en el
hotel mamá, mi padre la ignora mientras le pega un mordisco a un trozo de
chorizo que ha rescatado de la nevera. Debe saberle a gloria, lo tiene
prohibido. Como el alcohol, las grasas y las emociones fuertes.
Un día cualquiera en el dulce hogar, pienso con
retintín.
Hago un par de respiraciones profundas mientras
trato de concentrarme en el trabajo… o en la lluvia.
Cualquiera de los dos me vale.
Vuelvo a mi manuscrito, echando miradas ocasionales
a la ventana, por si otro rayito de sol se atreve a presentar batalla.
No hay esperanza, serán 49 días sin un solo rayo de
sol.
Fuera, sigue lloviendo.