sábado, 22 de junio de 2013

LOS SÁBADOS RELATOS: "SIGUE LLOVIENDO"





Sigue lloviendo.

48 días seguidos sin un solo rayo de sol.

Empezó un jueves a las 16:43 horas y desde entonces no ha parado.

Mi madre rezonga detrás de mí que esto no es normal.

-Hace años llovía todo el tiempo. Sólo que lo hemos olvidado –digo, con la mirada clavada en una gota de lluvia que resbala lentamente por el cristal, dejando un rastro como de baba de caracol.

-Eso era diferente –bufa mi madre -, aquello era sirimiri.

Yo callo.

No entiendo qué diferencia hay entre una lluvia menuda, incesante y sempiterna y una lluvia fuerte, incesante y sempiterna.

La única que yo veo es el tamaño de las gotas.

Rio a solas y mi madre me echa una de esas miradas que parecen decir: “Vaya hija más rara que tengo, ya podía haber salido como su hermano”.

Como conjurado de entre las sombras, mi hermanito hace una magistral aparición. Viene de trabajar y tiene una pinta horrible.

Odia el turno de noche, pero eso sólo lo dice en casa, claro.

¡Qué diría su jefe ante tamaña rebelión proletaria!

Tras un saludo distraído, sorbe de un trago el café que le tiende mi madre y se va directamente a la cama, sin apenas emitir otro sonido que un coro de bostezos y maldiciones.

-Voy a hacer la compra, ¿necesitas algo? –dice mi madre tras hacer su repaso diario al jefe de  mi hermano, pasando alegremente por todos sus ancestros y progenie, vivos y difuntos por igual.

Mi madre no me pregunta si quiero ir con ella, sabe perfectamente que no me gusta salir los días de lluvia. Finalmente, se va sin recibir una respuesta.

Además, yo sé perfectamente que ha quedado con su amiga Amelia para tomar un café y desahogar en los comprensivos oídos de la otra sus numerosas penas cotidianas.

No me gusta salir los días de lluvia… lo cual quiere decir que hace 48 días que no salgo de casa, con la excepción del día en que salí a comprar el pan porque mis padres se fueron de excursión con los otros “jovenzuelos” del hogar del jubilado.

Afortunadamente, la tienda de ultramarinos está a cinco pasos escasos de mi portal.

Casi podría decirse que ni siquiera me mojé los zapatos…

Un trueno resonó en el mismo momento en que pisé la calle, como para anunciar a gritos el sorprendente acontecimiento: “¡ALEJANDRA SÁNCHEZ HA PISADO LA CALLE EN UN DÍA DE LLUVIA!”.

Correr desde el portal hasta la tienda, comprar el pan, saludar a las vecinas y volver corriendo de la tienda al portal no me llevó más de tres minutos y medio. Todo un record, juraría.

Curiosamente, me gusta mirar cómo cae la lluvia sentada en mi butacón cerca de la ventana, escuchar el sonido de las gotas contra el cristal, ver el rastro que dejan en el cristal cuando se secan, como de polvo viejo…

-Eso lo dices porque tú no tienes que limpiar los cristales –diría mi madre, subrayando con uno de sus bufidos que la verdad absoluta está en su mano.

Quizás mi madre tenga razón, pero no puedo evitar pensar que el hecho de que, el que esa huella polvorienta aparezca, es señal de que ha dejado de llover. Por fin una buena noticia.

Con un suspiro, aparto la vista de la ventana. Total, dentro de media hora la vista seguirá siendo la misma, me temo…

Retomo el manuscrito que la editorial me mandó ayer.

Mientras mis ojos recuerdan los párrafos ya leídos, me distraigo pensando que es una suerte trabajar en casa, con el retumbar de la lavadora como música de fondo y las conversaciones de los vecinos apenas amortiguadas por los delgados tabiques como coro.

Son como una banda sonora rechinante para el proyecto de novela que estoy traduciendo. Algo absurdo sobre futuros apocalípticos, robots con sentimientos y una heroína dispuesta al mayor sacrificio por salvar a la humanidad. La editorial cree que será un éxito, por supuesto. Todo el mundo necesita evadirse de la horrible realidad, dicen…

Absurdo, me repito a mí misma.

¿Quién puede pensar en un argumento tan lejano y pasado de moda cuando hay algo tan cercano, cotidiano y absolutamente subyugante como la lluvia para inspirarse?

Mis ojos vuelan de los papeles a la ventana.

Me ha parecido ver un amago de rayo de sol.

Mi pulso se ha acelerado. Veo mi reflejo en el cristal. Tengo el pelo revuelto, los ojos muy abiertos y mi boca ha perdido su rigidez característica.

Un rayo de sol intenta atravesar una capa de nubes y pienso tontamente que es como asistir a un duelo imposible entre una hormiga y un gigante.

Por supuesto, el rayo de sol pierde.

Era una tontería esperar lo contrario.

Las nubes triunfantes parecen sonreír con suficiencia mientras ahogan cruelmente su resplandor.

En fin, qué se le va a hacer.

Mi madre vuelve de su café terapéutico y empieza a trastear en la cocina, canturreando para sí desafinadamente. Pobre Amelia, le debe de haber dejado la cabeza como un bombo.

Poco después, mi padre vuelve del monte y deja a su paso un rastro de huellas embarradas cuya visión borra como por ensalmo el buen humor de mi madre.

Mi hermano asoma la cabeza despeinada por la puerta y dice con voz ronca que dejemos de hacer ruido de una puñetera vez. Que en esta casa no hay quien duerma…

-Eso tiene solución –salta mi padre con saña-, búscate tu propia casa.

Mi madre refunfuña que su niño está muy bien en el hotel mamá, mi padre la ignora mientras le pega un mordisco a un trozo de chorizo que ha rescatado de la nevera. Debe saberle a gloria, lo tiene prohibido. Como el alcohol, las grasas y las emociones fuertes.

Un día cualquiera en el dulce hogar, pienso con retintín.

Hago un par de respiraciones profundas mientras trato de concentrarme en el trabajo… o en la lluvia.

Cualquiera de los dos me vale.

Vuelvo a mi manuscrito, echando miradas ocasionales a la ventana, por si otro rayito de sol se atreve a presentar batalla.

No hay esperanza, serán 49 días sin un solo rayo de sol.

Fuera, sigue lloviendo.

sábado, 15 de junio de 2013

LOS SÁBADOS RELATO: "LA FUNERARIA"

La funeraria “Dulce Despertar”, la de “los godos” entre los del sector, no era la más glamurosa. Ni de coña. Estaba más bien entre las del montón, tirando para las de andar por casa. Era de esas a las que acudías cuando no tenías otro remedio, o cuando el finado no te importaba lo suficiente como para tener que aparentar que te importaba.

Ataúdes importados de China (y de primera mano, eso sí), Cristos con algún defectillo si no te podías permitir uno con los dos ojos mirando hacia el mismo lado, flores de plástico no feas del todo y un trato exquisito. Esto último no podía negarse.

Porque “los Godos” en cuestión, don Teobaldo Serrano e hijos, habían nacido para este oficio. Y mirándolos a la cara nadie podía negarlo. Semblantes de funerario, trajes de funerario y humor de funerario eran las marcas de la casa.

Aunque la que manejaba realmente el cotarro era la esposa de don Teobaldo, doña Ermenegilda, una mujer diminuta aunque con un carácter de los mil diablos y un talento para las cuentas que ya lo quisieran para sí el  Presidente de la Nación y el del Banco de España.

Sus hijos, de mayor a menor, Teobaldito “Ito”, Ataulfo y Leodovico, se dedicaban también al negocio familiar, más que nada por miedo a su temible madre, aunque se rumoreaba que el menor, Leo, andaba metido en algo que no era el negocio funerario.

Era sin duda Leo el menos godo de sus hermanos, tanto físicamente como en lo que respectaba a los intereses. Era más alto y delgado (los demás eran más bien bajos y macizos), sus facciones eran más finas (los demás parecían sacados de una película de los 60, de las de Pajares y Esteso, o peor). Sin llegar a ser guapo, Leo parecía… normal, al menos físicamente.

Porque Leo tenía algo raro.

Había algo inquietante en su sonrisa y más cuando se quedaba mirándola de aquella manera tan peculiar, como preguntándose si prefería comérsela de primero o dejarla de postre.

Ella creía que le gustaba un poco, pero no estaba segura de que eso fuera algo bueno. Ya había tenido rollos en el trabajo antes y no habían funcionado. Y además, si había una familia en la que no quería entrar ni muerta era esa. ¿Veis? Ya se le había pegado su sentido del humor.

Llevaba trabajando para ellos seis meses y ya había pasado por todas las etapas, incluídas:

-Mañana no vuelvo.

-Soy friki, ¡qué guay!

-Soy friki, ¡qué asco!

-Mañana no vuelvo, esta vez de verdad.

-¿Qué pasaría si me quedo encerrada en la tienda por la noche y…

-¡¡¿¿Y si no están realmente muertos??!!

-Umm, qué morbazo, sexo en un ataúd… (no recomendable, incomodísimo).

-Mañana no vuelvo, firmado, lo juro.

-Me quedo hasta los restos.

-Etc, etc.

En fin, la cosa estaba jodida y no tenía otro remedio que quedarse, está claro, y el trabajo no estaba tan mal. Había quien incluso decía que enganchaba (hay gente que es rarísima, en serio).

Lo que sí era cierto era que la gente muere todos los días y algo hay que hacer con los cadáveres. La crisis del sector aún no los había tocado. Tenían trabajo para rato.

Leo la estaba mirando otra vez.

Estaban a punto de cerrar y la estaban esperando para una de esas fiestas chorras de Halloween. Imaginaos las bromitas le hacían trabajando en esto. Su vida era un no parar de reír.

Él ya no debería estar allí, además. Eso era raro hasta para él. Se traía algo entre manos y, conociéndole –más bien poco- no sabía qué esperarse de él.

-Leo –dijo acercándose al fin. Le encantaba ese chiste privado, aunque solo le hacía gracia a él, claro. Él se llamaba Leodovico y ella Leonor. “Los godos”. “Los Leos”. Todo iba en grupitos ahí.

-¿Sí? –cogió su bolso, dejándole bien clarito que se iba y que se diera prisa.

-¿Puedes ayudarme con uno de los fríos?

Su padre se lo hubiera cargado si le hubiera oído llamar así a un difunto. Más aún, ¡a un cliente!

La vio recular dos pasos, pero no fue lo bastante rápida, así que se vio de pronto en el depósito donde hacía bastante frío.

-Gracias, Leo –dijo con una sonrisa encantadora y espeluznante.

“Gracias, gracias… será mamón”, pensó.

Seguramente leyó sus pensamientos, porque su sonrisa se ahondó y su mirada se enfrió en la misma medida.

-Tengo un poco de prisa, la verdad –respondió, echando una inquieta mirada a su alrededor.

-No te entretendré mucho.

¿Cuánto puede ensancharse una sonrisa sin que se te rompa la cara?

Leo la acojonaba más y más a cada segundo.

Y de pronto, su sonrisa desapareció y su cara se volvió normal. Leo se tranquilizó. ¿Suena raro? Sí, lo es. Pero es cierto.

El ambiente se relajó al instante.

-¿Quién es el cliente? No sabía que hubiera entrado ninguno…

¿Un arqueo de cejas? ¿Un temblor en los labios? ¿Una tenue sonrisa? ¿Un brillo extraño en los ojos?

Nada.

-Es mi padre.

-¿Don Teobaldo? –murmuró, entre el temor, el respeto y el miedo por su futuro, porque doña Ermenegilda no la tragaba.

Ahora sí sonrió.

-No… mi verdadero padre.

Se estaba mareando, pero fingió tomárselo bien. Aunque no tan bien como él ni de lejos.

-No pareces muy afectado por su muerte.

-No teníamos mucho trato. Mamá no lo hubiera consentido, ya sabes…

Leonor no sabía nada ni entendía nada. ¿Ermenegilda teniendo un rollo? Trató de borrar la imagen mental con todas sus fuerzas.

-¿Y cómo ha muerto? –no veía el momento de salir de allí, porque aquella situación le estaba poniendo los pelos de punta, por no hablar de la mirada de Leo.

-Accidente –respondió él con una sonrisa diminuta.

-¿De coche?

-De caza.

-Uf, qué chungo –ahora sí que quería irse. La sangre no era lo suyo-. Lo siento, no quería ser irrespetuosa.

Él no respondió. Se limitó a mirarla fijamente. Finalmente, viendo que empezaba a removerse nerviosa y a echar miraditas hacia la puerta, le tomó una mano y le dedicó la única sonrisa normal de la noche.

-Ayúdame a cambiarle solo la ropa, por favor.

La engañó completamente, como a una tonta.

No es que se creyera que el muerto fuera su padre, eso era absurdo, y también lo del accidente de caza. Además el cadáver no se parecía en nada a Leo, menos aún que Teobaldo Serrano. La mancha de sangre de su pechera era horrible y la de salida debía ser peor, pero Leonor había prometido que le ayudaría…

Y entonces, cuando él se acercó para darle la vuelta para bridarle una mejor vista de lo que ella solo podía imaginar, la vio, o mejor dicho, las vio.

Cientos, miles de diminutas manchas de sangre en la camisa azul celeste y maravillosamente planchada por doña Ermenegilda.

Había visto los suficientes capítulos de CSI como para saber lo que eso significaba.

Leo siguió su espantada mirada. Se encogió de hombros.

-Te doy cinco minutos de ventaja. Me caes bien.

Leonor parpadeó, perpleja, porque era absurdo. Todo era absurdo e increíble.

La sonrisa de Leo permanecía inmutable mientras comprobaba la pistola que se había sacado de algún lugar dentro de su inmaculado traje.

-Leo… -su voz sonó estrangulada e incrédula.

Él le guiñó un ojo, simpático a pesar de todo.

-Tic-tac, Leo. Corre…

 

 

jueves, 13 de junio de 2013

SOBRE LAS COSAS DE AMAZON (II)


En una conversación ayer con otro autor, él me dijo que Amazon tenía unos incomprensibles algoritmos para elaborar sus rankings de ventas, que nadie comprendía cómo se llegaba al número 1 y que era inútil intentar averiguarlo. Yo aluciné un poco, porque para mí las cosas son meridianamente claras: el número 1 es el que más vende de golpe o en un corto período de tiempo y mantenerse es una cuestión de seguir vendiendo. ¿Cómo lo sé? He tenido 5 meses para llegar a varias conclusiones que os explicaré a continuación:
 
-Cómo entrar en el ranking: hay que vender X libros de golpe o en un corto período de tiempo. Eso te hace entrar. Dependiendo de la categoría, la cantidad varía. En romántica la cantidad es superior, en terror, menor, porque hay menos libros. Según en qué categorías, con vender un solo libro, ya entras.
-Cómo mantenerte: sigue vendiendo X libros al día como mínimo. Es lógico, por otra parte, y cualquier persona con dos dedos de frente lo entendería. Si sigues vendiendo, mantendrás tu silla e incluso subirás en el ranking.
 
-Variantes que afectan a tu posición en el ranking:
+Puedes mantener tu puesto cuando tus ventas bajen. ¿Cómo? Cuando las ventas de los demás también bajen. A veces pasa. Hay días extraños en Amazon.
+Puedes perder tu puesto manteniendo tus ventas cuando alguien nuevo y más guapo llegue con fuerza. Tú vendes, pero él vende más.
 
-Factores que hacen que quizás aumenten tus ventas (o no):
+Las famosas estrellas de Amazon: no está demostrado que te hagan subir. Hay libros sin ninguna estrella o con pocas que están muy arriba. Sí es cierto que un libro con una buena calificación puede atraer más ventas, pero la fiabilidad de algunas calificaciones deja bastante que desear y mucha gente huye de ellas.
+Estar en la lista de los más deseados: la pescadilla que se muerde la cola. Si estás ahí, teniendo en cuenta que solo se muestran 3 portadas por categoría, es que eres "alguien", pero generalmente los que se muestran ya están en los primeros puestos. ¿Cuántos de los que te tienen en la lista de los deseados te compran? Incógnita.
+La publicidad por correo electrónico de Amazon: ¿funciona? Francamente, no lo sé.
 
Y esto es lo que he aprendido, en definitiva... El que tenga algo más que aportar (o refutar), tiene el libre para hacerlo.
 
 

sábado, 8 de junio de 2013

LOS SÁBADOS RELATO: "EL OBSERVADOR"


El primer autobús del sábado por la mañana suele ir vacío. Si acaso, algún juerguista despistado o algún trabajador enfurruñado, pálidos, cansados y con pocas ganas de cachondeo.

El Observador se sienta, como siempre, en la primera fila de asientos, mirando hacia atrás, para poder ver, vigilar, observar a sus compañeros de viaje.

El conductor no le interesa. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe por qué está allí.

Le interesan todos los demás, desde el borrachín que cabecea nada más sentarse, el hombre que abre su libro sobre el regazo tras colocar cuidadosamente su abrigo doblado y su maletín en el asiento de al lado, pero que sin embargo mira por la ventanilla, pensando quizá en lo que le espera cuando llegue a su trabajo, pasando por la muchachita con cara de despistada que pasa junto al Observador con la música a todo volumen, moviendo inconscientemente la cabeza al ritmo de la música. El Observador duda un rato antes de calificarla entre juerguista o trabajadora. Después de un par de segundos, sonríe y piensa “¿Qué más da?”.

Tres viajeros aparte de sí mismo y del conductor. Todo un record.

El autobús está a punto de arrancar y, justo en el último momento, una última invitada se suma al viaje.

Llega corriendo, sonriendo entre gemidos de fatiga.

El Observador la conoce.

Es la mujer que monta todos los sábados a esta misma hora. Es la primera vez que llega corriendo. Normalmente suele hacerle compañía al Observador en la parada al menos diez minutos, compartiendo la silenciosa camaradería de los que madrugan demasiado. O quizás es la resignación.

Cuando pasa a su lado después de pasar la tarjeta por el escáner no le saluda. Ni siquiera le ha visto. Se sienta un par de asientos más allá de él, al otro lado del pasillo.

El Observador la mira de reojo, pensando que está muy guapa con las mejillas sonrosadas y el pelo despeinado por la carrera.

El autobús arranca por fin.

No habrá nuevos especímenes hasta la próxima parada… con suerte.

El Observador repasa con la mirada a sus compañeros de viaje.

El juerguista se ha dormido al fin, y ronca ruidosamente, mientras mantiene un equilibrio precario sobre el asiento.

El empleado de oficina ha apartado por fin la vista de la ventana y se ha concentrado en su libro. El Observador se pregunta durante un indiscreto segundo qué estará leyendo el atareado hombre de negocios.

La muchachita ha cerrado los ojos y escucha ensimismada la música que taladra sus oídos, siguiendo el ritmo con el pie y con la cabeza.

La mujer que ha llegado tarde ha sacado un espejito del bolso y se dedica a retocarse el peinado girando la cabeza a uno y otro lado para poder verse. Cuando acaba con el pelo, pasa un dedo por el contorno de sus labios, como para comprobar que el pintalabios sigue en su sitio.

El Observador aparta la mirada rápidamente al notar que ella le devuelve la mirada. Ha sido solo un segundo, pero ha bastado para que el Observador se haya sentido culpable durante ese minúsculo tiempo. Después de ese segundo, ella vuelve la mirada al espejito, quizás con una sonrisita satisfecha al saberse admirada.

Primera parada del trayecto. Monta una mujer mayor de aspecto cansado cargada de bolsas. Murmura una disculpa cuando golpea al Observador con una de ellas al pasar junto a él para sentarse en uno de los asientos libres hacia la mitad del autobús.

El hombre de negocios apenas aparta la mirada de su libro para dedicarle una mirada distraída. El borracho sigue roncando, quizás un poco más profundamente que antes. La muchachita ni siquiera se ha dado cuenta de que ha entrado nadie. La mujer del espejito la saluda y comparte con ella unos minutos de conversación. Es evidente que se conocen, pues hablan de conocidos en común, de sitios en común y quizás de vidas en común.

No entra nadie en ninguna de las dos siguientes paradas.

En la tercera, entra el compañero de trabajo del hombre de negocios. Éste recibe a nuestro nuevo compañero de viaje con una sonrisa sorprendentemente cálida. Coloca el marcador de libros en la página que acaba de abandonar, guarda el libro en su maletín y coloca su abrigo cuidadosamente doblado sobre su regazo, dejando libre el asiento para su amigo. Ambos comienzan una conversación a media voz salpicada de nombres y cifras.

La mujer mayor que conversaba con la mujer del espejito se ha bajado sin que el Observador se diera cuenta, pues estaba distraído con el hombre de negocios y su amigo.

La mujer del espejito la saluda con la mano y una cálida sonrisa antes de volverse hacia la ventana para observar con el ceño un poco fruncido el cielo cada vez más nublado. Rebusca en su bolso. El Observador sabe que está comprobando si ha metido el paraguas esa mañana. Finalmente la ve, casi la siente, suspirar. Sí, el paraguas está allí.

La muchachita se ha levantado y se ha colocado junto a la puerta. Se baja en la siguiente parada.

Un ronquido más fuerte que los anteriores despierta al borracho, que mira a su alrededor desorientado. La muchachita se ríe y le dice, quizás con más amabilidad de la que nadie esperaría, que están en la segunda parada de Andoain. El borracho se lo agradece con muchos aspavientos y la saluda torpemente cuando se baja en la cuarta parada.

La quinta y la sexta no traen a nadie a la colección del Observador. Es un sábado por la mañana más parado de lo habitual.

En la séptima, se baja el borracho y llegan cinco más para sustituirle. Es evidente que vuelven de una despedida de soltero, porque uno de ellos viene vestido de conejita, con unas medias de rejilla que conocieron días mejores, una colita peluda pegada al trasero y un corpiño que deja ver un pecho peludo y nada sexy. Las orejas cuelgan mustias a su espalda. Es evidente que la noche ha sido movidita, porque los cinco se dejan caer sobre los asientos como si tuvieran ochenta años y llegaran de la faena. Uno de ellos intenta echarle los tejos con poco éxito a la mujer del espejito, que le sigue el juego durante un par de minutos, hasta que sus amigos le llaman la atención por molestarla.

En la octava parada el Observador pierde la cuenta de los que entran y de los que salen. Sólo captan su atención una madre con un niño pequeño, apenas un bebé, que duerme en su silla, ajeno al ajetreo que hay a su alrededor. Al verlo, hasta los de la despedida de soltero bajan la voz. El niño duerme acunado por el suave balanceo del autobús y el run-run de los motores. Su madre, cansada, se sienta y clava la mirada en su hijo, velando su sueño, como si temiera que fuera a desaparecer si apartaba la vista de él.

Última parada.

Todo el mundo baja del autobús. En los últimos segundos, sólo quedan a bordo el Observador, la mujer del espejito y el conductor.

Justo ante la puerta, el Observador se gira hacia la mujer del espejito, aunque es incapaz de decirle nada.

Ella, más valiente, sonríe y le dice con voz dulce:

-Me llamo María.

Al decirlo, su sonrisa se ha ampliado y en su mirada ha brillado por unos segundos una cierta diversión.

-Pablo –responde, apabullado el Observador.

La mujer del espejito, María, se permite el lujo de devolverle al Observador, a Pablo, toda la curiosidad que él ha mostrado por ella en una sola mirada.

35 años, soltero, a juzgar por las arrugas de su ropa, un poco gordito y con unas entradas que prometen. Pero le parece atractivo, y eso se trasluce en una nueva sonrisa de afán conquistador.

-Encantada, Pablo. Hasta el próximo sábado –dice, alejándose ya, y llevándose con ella el triste consuelo del anonimato del Observador.

-Hasta el próximo sábado –responde él, aunque sabe que ella ya no le va a escuchar.

-Oiga, que no tengo todo el día –dice una voz amarga tras él. El conductor le mira con cara de malas pulgas, pero el Observador apenas se da cuenta.

Pablo se apresura a bajar del autobús mientras busca con la mirada a María. Es inútil, ya se ha ido.

Debería sentirse triste, pero no lo está.

Sabe que el sábado tiene una cita con la mujer del espejito.

Con María, se corrigió mentalmente. Con María.

 

 

jueves, 6 de junio de 2013

SOBRE SACRIFICIOS NECESARIOS


Cuando empecé a escribir esta novela tenía una trama principal con mis protagonistas, de quienes ya conocéis los nombres, Morgan y Alexandra. Aparte del misterio y el romance, había otra trama secundaria con otros personajes que también eran estupendos. Y eran tan estupendos, tan maravillosos, tan encantadores... que me di cuenta de que en cierto momento eclipsaban a mis protagonistas, que quedaban allí a lo suyo (que no os voy a decir lo que es). De hecho, su historia tomaba el protagonismo en cierto punto y me olvidaba de la principal, algo que un autor jamás debe permitir, por mucho que la historia merezca la pena.
Así que he tenido que hacerlo. Los he sacrificado... al menos por el momento.
He tenido la suerte de darme cuenta a tiempo, porque ya lo hemos dicho muchas veces aquí y también en otros sitios, ¡un secundario no debe acaparar la atención más de lo debido! (aunque sea guapo, encantador, simpático y arqueólogo).
 
Pero que no cunda el pánico. Como he dicho, la historia merecía la pena, así como los personajes, tanto como para tener una oportunidad en su propia historia... algún día.
 
Nota mental: el trabajo se me acumula de una manera que tengo material de aquí hasta que me muera a la tierna edad de 2000 años (por lo menos). Esa gente que dice que no tiene ideas no sabe la suerte que tiene, en serio, al menos la cabeza les deja vivir un poquito...

martes, 4 de junio de 2013

NUEVA HISTORIA, NUEVO CUADERNO


No soy de las que creen que al hablar de una historia se gafa.
Tampoco es que vaya a contar absolutamente toooooodoooooo sobre lo que estoy haciendo (¿qué os pensáis?).

El caso es que digamos que llevo la mitad del primer borrador de mi nueva novela escrito, que en un par de meses podría estar listo (tal vez tarde algo más o tal vez menos, no todo depende de mí).
Veamos, ¿qué se puede contar?
Los nombres de los protagonistas, quizás...

Morgan McKay y Alexandra Tremain.

Profesor de historia él, detective privado ella. ¿Raro? Muuuuchooooo.
Hay algo de misterio por ahí, como siempre (no quiero desvelar nada de la trama, no me pidáis esooooo).
En cuanto a los escenarios: tenemos un castillo en Escocia, una cueva con aguas termales, acantilados, lluvia, muuuucha lluvia... (el agua traerá problemas en esta historia, sí).

Y hasta ahí puedo decir. Tal vez más adelante pueda decir algo más e incluso deciros... ¡cómo son! O poneros algún extracto. Umm, ya veremos.




 

sábado, 1 de junio de 2013

LOS SÁBADOS RELATO: "ANGUS McGREGOR Y LAS HADAS"


 


Angus McGregor se quitó su gorra de cuadros preferida y se rascó los rizos pelirrojos, como siempre que pensaba profundamente.

Hacía 4 días habían desaparecido Bollito de Canela, Leche Condensada y Potito de Manzana.

Un día después habían desaparecido Gelatina de Naranja, Arroz con Leche y Yogur de Fresas.

Ayer habían desaparecido Tarta de Chocolate, Bizcocho de Frutas y Ensaimada.

Y esta misma mañana habían desaparecido Ensalada Mixta, Gominola y Pastel Vasco.

Silbó para llamar a Anchoílla, su perro pastor.

Caminó ladera abajo mientras reflexionaba y reflexionaba, pensando qué podría haber sucedido para que sus ovejas hubieran desaparecido, a razón de tres por día, sin dejar ni rastro.

Decidió ir a preguntar a los demás pastores a ver si les había sucedido lo mismo.

Fue preguntando, uno tras otro, a todos los pastores de los alrededores y todos los pastores le respondieron lo mismo, con voz enigmática:

—Hadas…

—¿Hadas? –preguntaba él.

Pero los otros pastores miraban a ambos lados y se hacían los distraídos.

Finalmente, Angus McGregor tomó la decisión de ir a preguntarles a las mismas hadas qué sabían ellas de sus ovejas desaparecidas.

Tomó un hatillo, dejó a las ovejas restantes a buen recaudo y emprendió camino, junto con Anchoílla, hacia el país de las hadas.

 

Atravesó el Prado Grande, cruzó en barca el Lago Estrecho, pasó a pie el puente sobre el río Corto y finalmente divisó a lo lejos el Bosque Verde, el hogar ancestral de las hadas.

Se detuvo justo donde los árboles empezaban a espesarse y miró a Anchoílla y Anchoílla le miró a él.

—¿Tú qué piensas?

Anchoílla ladró.

Angus McGregor se encogió de hombros y se adentró en el Bosque Verde.

No tardó en ver destellos que le alertaron de que las hadas conocían su presencia. Un batir de alas por aquí. Un aroma de polvillo mágico por allá. Un estornudo agudo por acullá.

—¿Nadie te ha dicho que es peligroso entrar en el Bosque de las Hadas? –dijo una vocecilla aguda a apenas unos centímetros de su oreja.

Angus McGregor no se volvió, aunque estaba seguro de que, justo unos segundos atrás, no había nadie allí.

—Hasta donde yo sé, esto se llama Bosque Verde.

Un bufido y un tintineo y un hada con los colores del verano se plantó ante él.

No era pequeña, como solían decir que eran las hadas. Tampoco era grande como los humanos. Era más bien como un adolescente poco crecido y enfurruñado.

—Los humanos y sus estúpidos nombres –dijo el hada—. ¿Cómo llamarías tú a un lugar que es un bosque y está lleno de hadas?

Angus McGregor se quitó su gorra de cuadros preferida y se rascó los rizos pelirrojos, como siempre que pensaba profundamente.

—¿Bosque de las Hadas? –respondió al fin, no demasiado convencido.

El hada sonrió ampliamente, mostrando unos dientes puntiagudos y blancos.

—¿Lo ves? Tiene lógica.

Angus se limitó a asentir, mientras se colocaba de nuevo la gorra y palmeaba la cabeza de Anchoílla, que había empezado a gruñirle al hada.

—¿Puedo preguntarte una cosa? –preguntó al fin, viendo que el hada no tenía pinta de irse ni ningún interés especial en atacarle.

Tintineo de alas.

—¿Sabes algo de unas ovejas desaparecidas?

Nuevo tintineo de alas.

Ya pensaba que no iba a haber más respuesta que ésa cuando el hada le dio la espalda y empezó a volar ante él.

—Sígueme, mi reina querrá conocerte.

Anchoílla gruñó, pero Angus McGregor decidió que, si quería recuperar a sus ovejas o, al menos saber qué había sido de ellas, no tenía más remedio que seguir a aquella extraña criatura.

 

El corazón del Bosque Verde, o Bosque de las Hadas, como ellas lo llamaban, no era el lugar más acogedor del mundo para un humano.

Era oscuro, siniestro, frío y húmedo. Y, sobre todo, estaba lleno de hadas que miraban a Angus y a Anchoílla como si se preguntaran qué sabor tendría su carne.

El hada que había conocido al entrar en el bosque los condujo hasta un árbol especialmente viejo y retorcido, donde un hada ni demasiado guapa ni demasiado grande los observaba con aspecto aburrido.

—¿Eres el pastor? –le preguntó, en cuanto estuvo lo suficientemente cerca como para no esforzarse para hablar.

Angus McGregor asintió con la cabeza.

—Creo que sabes algo de mis ovejas.

El hada rió a carcajadas.

—¡Claro que sé algo! ¡Me las llevé yo!

Angus McGregor observó su risa de dientes puntiagudos, su cuerpo encogido por la risa y frunció el ceño. A su lado, Anchoílla gruñía sin parar, notando el creciente enfado de su amo.

—¿Y puede saberse por qué te las llevaste? –preguntó, procurando mantener un tono bajo y calmado, ya que notaba que las otras hadas estaban demasiado pendientes de su conversación.

La reina de las hadas dejó de reír y clavó una mirada llena de colores del otoño en él. Se encogió de hombros.

—Me aburría.

—Ya…

Angus McGregor se quitó su gorra de cuadros preferida y se rascó los rizos pelirrojos, como siempre que pensaba profundamente.

—¿Y hay algo que pueda darte a cambio de mis ovejas? Porque quiero que sepas que estaría dispuesto a darte casi cualquier cosa para recuperarlas…

La reina de las hadas entrecerró sus ojos otoñales, quizás reflexionando acerca de ese “casi cualquier cosa”.

—Un beso –dijo de pronto.

—¿Un beso? –corearon sus millares de hadas, entre risas agudas.

—¿Un beso? –preguntó Angus McGregor, tratando de recordar algo sobre pelos y los besos de las hadas.

—Sí, un beso… —insistió la reina de las hadas.

—¡Un beso! –exclamó Angus McGregor, recordando de pronto.

La reina de las hadas se recostó en su trono hecho de hojas verdes, ramas y de olorosas flores y sonrió, mostrando apenas las puntiagudas aristas de sus dientecillos.

—Pero si te beso… me saldrán pelos en el trasero… —murmuró Angus McGregor—. Eso es lo que le sucedió a mi tataratataratíoabuelo Seamus McGregor…

—Por lo que yo recuerdo, el trasero de Seamus era peludo antes de besarme –musitó la reina de las hadas arrancando una flor de su trono y llevándosela a la nariz, antes de alzar sus ojos de otoño y clavarlos en él.

Angus McGregor se quitó la gorra, pero detuvo el ademán antes de empezar a rascarse los rizos pelirrojos. Ese asunto no era una cuestión de reflexión. Era hora de actuar.

Anchoílla ladró, pues conocía ese brillo en su mirada.

La reina de las hadas sonrió.

 

Cuando Angus McGregor despertó a la mañana siguiente, sus ovejas habían vuelto al prado y él no tenía ni idea de cómo había regresado a casa.

Anchoílla le miraba con aire ofendido cada vez que le hablaba.

Y además, tenía una sensación extraña en el trasero.

Al mirarse en el espejo, vio que tenía exactamente tres pelos de color de otoño saliéndole del cachete izquierdo.