sábado, 22 de junio de 2013

LOS SÁBADOS RELATOS: "SIGUE LLOVIENDO"





Sigue lloviendo.

48 días seguidos sin un solo rayo de sol.

Empezó un jueves a las 16:43 horas y desde entonces no ha parado.

Mi madre rezonga detrás de mí que esto no es normal.

-Hace años llovía todo el tiempo. Sólo que lo hemos olvidado –digo, con la mirada clavada en una gota de lluvia que resbala lentamente por el cristal, dejando un rastro como de baba de caracol.

-Eso era diferente –bufa mi madre -, aquello era sirimiri.

Yo callo.

No entiendo qué diferencia hay entre una lluvia menuda, incesante y sempiterna y una lluvia fuerte, incesante y sempiterna.

La única que yo veo es el tamaño de las gotas.

Rio a solas y mi madre me echa una de esas miradas que parecen decir: “Vaya hija más rara que tengo, ya podía haber salido como su hermano”.

Como conjurado de entre las sombras, mi hermanito hace una magistral aparición. Viene de trabajar y tiene una pinta horrible.

Odia el turno de noche, pero eso sólo lo dice en casa, claro.

¡Qué diría su jefe ante tamaña rebelión proletaria!

Tras un saludo distraído, sorbe de un trago el café que le tiende mi madre y se va directamente a la cama, sin apenas emitir otro sonido que un coro de bostezos y maldiciones.

-Voy a hacer la compra, ¿necesitas algo? –dice mi madre tras hacer su repaso diario al jefe de  mi hermano, pasando alegremente por todos sus ancestros y progenie, vivos y difuntos por igual.

Mi madre no me pregunta si quiero ir con ella, sabe perfectamente que no me gusta salir los días de lluvia. Finalmente, se va sin recibir una respuesta.

Además, yo sé perfectamente que ha quedado con su amiga Amelia para tomar un café y desahogar en los comprensivos oídos de la otra sus numerosas penas cotidianas.

No me gusta salir los días de lluvia… lo cual quiere decir que hace 48 días que no salgo de casa, con la excepción del día en que salí a comprar el pan porque mis padres se fueron de excursión con los otros “jovenzuelos” del hogar del jubilado.

Afortunadamente, la tienda de ultramarinos está a cinco pasos escasos de mi portal.

Casi podría decirse que ni siquiera me mojé los zapatos…

Un trueno resonó en el mismo momento en que pisé la calle, como para anunciar a gritos el sorprendente acontecimiento: “¡ALEJANDRA SÁNCHEZ HA PISADO LA CALLE EN UN DÍA DE LLUVIA!”.

Correr desde el portal hasta la tienda, comprar el pan, saludar a las vecinas y volver corriendo de la tienda al portal no me llevó más de tres minutos y medio. Todo un record, juraría.

Curiosamente, me gusta mirar cómo cae la lluvia sentada en mi butacón cerca de la ventana, escuchar el sonido de las gotas contra el cristal, ver el rastro que dejan en el cristal cuando se secan, como de polvo viejo…

-Eso lo dices porque tú no tienes que limpiar los cristales –diría mi madre, subrayando con uno de sus bufidos que la verdad absoluta está en su mano.

Quizás mi madre tenga razón, pero no puedo evitar pensar que el hecho de que, el que esa huella polvorienta aparezca, es señal de que ha dejado de llover. Por fin una buena noticia.

Con un suspiro, aparto la vista de la ventana. Total, dentro de media hora la vista seguirá siendo la misma, me temo…

Retomo el manuscrito que la editorial me mandó ayer.

Mientras mis ojos recuerdan los párrafos ya leídos, me distraigo pensando que es una suerte trabajar en casa, con el retumbar de la lavadora como música de fondo y las conversaciones de los vecinos apenas amortiguadas por los delgados tabiques como coro.

Son como una banda sonora rechinante para el proyecto de novela que estoy traduciendo. Algo absurdo sobre futuros apocalípticos, robots con sentimientos y una heroína dispuesta al mayor sacrificio por salvar a la humanidad. La editorial cree que será un éxito, por supuesto. Todo el mundo necesita evadirse de la horrible realidad, dicen…

Absurdo, me repito a mí misma.

¿Quién puede pensar en un argumento tan lejano y pasado de moda cuando hay algo tan cercano, cotidiano y absolutamente subyugante como la lluvia para inspirarse?

Mis ojos vuelan de los papeles a la ventana.

Me ha parecido ver un amago de rayo de sol.

Mi pulso se ha acelerado. Veo mi reflejo en el cristal. Tengo el pelo revuelto, los ojos muy abiertos y mi boca ha perdido su rigidez característica.

Un rayo de sol intenta atravesar una capa de nubes y pienso tontamente que es como asistir a un duelo imposible entre una hormiga y un gigante.

Por supuesto, el rayo de sol pierde.

Era una tontería esperar lo contrario.

Las nubes triunfantes parecen sonreír con suficiencia mientras ahogan cruelmente su resplandor.

En fin, qué se le va a hacer.

Mi madre vuelve de su café terapéutico y empieza a trastear en la cocina, canturreando para sí desafinadamente. Pobre Amelia, le debe de haber dejado la cabeza como un bombo.

Poco después, mi padre vuelve del monte y deja a su paso un rastro de huellas embarradas cuya visión borra como por ensalmo el buen humor de mi madre.

Mi hermano asoma la cabeza despeinada por la puerta y dice con voz ronca que dejemos de hacer ruido de una puñetera vez. Que en esta casa no hay quien duerma…

-Eso tiene solución –salta mi padre con saña-, búscate tu propia casa.

Mi madre refunfuña que su niño está muy bien en el hotel mamá, mi padre la ignora mientras le pega un mordisco a un trozo de chorizo que ha rescatado de la nevera. Debe saberle a gloria, lo tiene prohibido. Como el alcohol, las grasas y las emociones fuertes.

Un día cualquiera en el dulce hogar, pienso con retintín.

Hago un par de respiraciones profundas mientras trato de concentrarme en el trabajo… o en la lluvia.

Cualquiera de los dos me vale.

Vuelvo a mi manuscrito, echando miradas ocasionales a la ventana, por si otro rayito de sol se atreve a presentar batalla.

No hay esperanza, serán 49 días sin un solo rayo de sol.

Fuera, sigue lloviendo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Todos los comentarios del blog están moderados. Recuerda que la paciencia es una virtud.