Angus McGregor se quitó su gorra
de cuadros preferida y se rascó los rizos pelirrojos, como siempre que pensaba
profundamente.
Hacía 4 días habían desaparecido
Bollito de Canela, Leche Condensada y Potito de Manzana.
Un día después habían
desaparecido Gelatina de Naranja, Arroz con Leche y Yogur de Fresas.
Ayer habían desaparecido Tarta de
Chocolate, Bizcocho de Frutas y Ensaimada.
Y esta misma mañana habían
desaparecido Ensalada Mixta, Gominola y Pastel Vasco.
Silbó para llamar a Anchoílla, su
perro pastor.
Caminó ladera abajo mientras
reflexionaba y reflexionaba, pensando qué podría haber sucedido para que sus
ovejas hubieran desaparecido, a razón de tres por día, sin dejar ni rastro.
Decidió ir a preguntar a los
demás pastores a ver si les había sucedido lo mismo.
Fue preguntando, uno tras otro, a
todos los pastores de los alrededores y todos los pastores le respondieron lo
mismo, con voz enigmática:
—Hadas…
—¿Hadas? –preguntaba él.
Pero los otros pastores miraban a
ambos lados y se hacían los distraídos.
Finalmente, Angus McGregor tomó
la decisión de ir a preguntarles a las mismas hadas qué sabían ellas de sus
ovejas desaparecidas.
Tomó un hatillo, dejó a las
ovejas restantes a buen recaudo y emprendió camino, junto con Anchoílla, hacia
el país de las hadas.
Atravesó el Prado Grande, cruzó
en barca el Lago Estrecho, pasó a pie el puente sobre el río Corto y finalmente
divisó a lo lejos el Bosque Verde, el hogar ancestral de las hadas.
Se detuvo justo donde los árboles
empezaban a espesarse y miró a Anchoílla y Anchoílla le miró a él.
—¿Tú qué piensas?
Anchoílla ladró.
Angus McGregor se encogió de
hombros y se adentró en el Bosque Verde.
No tardó en ver destellos que le
alertaron de que las hadas conocían su presencia. Un batir de alas por aquí. Un
aroma de polvillo mágico por allá. Un estornudo agudo por acullá.
—¿Nadie te ha dicho que es
peligroso entrar en el Bosque de las Hadas? –dijo una vocecilla aguda a apenas
unos centímetros de su oreja.
Angus McGregor no se volvió,
aunque estaba seguro de que, justo unos segundos atrás, no había nadie allí.
—Hasta donde yo sé, esto se llama
Bosque Verde.
Un bufido y un tintineo y un hada
con los colores del verano se plantó ante él.
No era pequeña, como solían decir
que eran las hadas. Tampoco era grande como los humanos. Era más bien como un
adolescente poco crecido y enfurruñado.
—Los humanos y sus estúpidos
nombres –dijo el hada—. ¿Cómo llamarías tú a un lugar que es un bosque y está
lleno de hadas?
Angus McGregor se quitó su gorra
de cuadros preferida y se rascó los rizos pelirrojos, como siempre que pensaba
profundamente.
—¿Bosque de las Hadas? –respondió
al fin, no demasiado convencido.
El hada sonrió ampliamente,
mostrando unos dientes puntiagudos y blancos.
—¿Lo ves? Tiene lógica.
Angus se limitó a asentir,
mientras se colocaba de nuevo la gorra y palmeaba la cabeza de Anchoílla, que
había empezado a gruñirle al hada.
—¿Puedo preguntarte una cosa? –preguntó
al fin, viendo que el hada no tenía pinta de irse ni ningún interés especial en
atacarle.
Tintineo de alas.
—¿Sabes algo de unas ovejas
desaparecidas?
Nuevo tintineo de alas.
Ya pensaba que no iba a haber más
respuesta que ésa cuando el hada le dio la espalda y empezó a volar ante él.
—Sígueme, mi reina querrá
conocerte.
Anchoílla gruñó, pero Angus
McGregor decidió que, si quería recuperar a sus ovejas o, al menos saber qué
había sido de ellas, no tenía más remedio que seguir a aquella extraña criatura.
El corazón del Bosque Verde, o
Bosque de las Hadas, como ellas lo llamaban, no era el lugar más acogedor del
mundo para un humano.
Era oscuro, siniestro, frío y
húmedo. Y, sobre todo, estaba lleno de hadas que miraban a Angus y a Anchoílla
como si se preguntaran qué sabor tendría su carne.
El hada que había conocido al
entrar en el bosque los condujo hasta un árbol especialmente viejo y retorcido,
donde un hada ni demasiado guapa ni demasiado grande los observaba con aspecto
aburrido.
—¿Eres el pastor? –le preguntó,
en cuanto estuvo lo suficientemente cerca como para no esforzarse para hablar.
Angus McGregor asintió con la
cabeza.
—Creo que sabes algo de mis
ovejas.
El hada rió a carcajadas.
—¡Claro que sé algo! ¡Me las
llevé yo!
Angus McGregor observó su risa de
dientes puntiagudos, su cuerpo encogido por la risa y frunció el ceño. A su
lado, Anchoílla gruñía sin parar, notando el creciente enfado de su amo.
—¿Y puede saberse por qué te las
llevaste? –preguntó, procurando mantener un tono bajo y calmado, ya que notaba
que las otras hadas estaban demasiado pendientes de su conversación.
La reina de las hadas dejó de
reír y clavó una mirada llena de colores del otoño en él. Se encogió de
hombros.
—Me aburría.
—Ya…
Angus McGregor se quitó su gorra
de cuadros preferida y se rascó los rizos pelirrojos, como siempre que pensaba
profundamente.
—¿Y hay algo que pueda darte a
cambio de mis ovejas? Porque quiero que sepas que estaría dispuesto a darte
casi cualquier cosa para recuperarlas…
La reina de las hadas entrecerró
sus ojos otoñales, quizás reflexionando acerca de ese “casi cualquier cosa”.
—Un beso –dijo de pronto.
—¿Un beso? –corearon sus millares
de hadas, entre risas agudas.
—¿Un beso? –preguntó Angus
McGregor, tratando de recordar algo sobre pelos y los besos de las hadas.
—Sí, un beso… —insistió la reina
de las hadas.
—¡Un beso! –exclamó Angus
McGregor, recordando de pronto.
La reina de las hadas se recostó
en su trono hecho de hojas verdes, ramas y de olorosas flores y sonrió,
mostrando apenas las puntiagudas aristas de sus dientecillos.
—Pero si te beso… me saldrán
pelos en el trasero… —murmuró Angus McGregor—. Eso es lo que le sucedió a mi
tataratataratíoabuelo Seamus McGregor…
—Por lo que yo recuerdo, el
trasero de Seamus era peludo antes de besarme –musitó la reina de las hadas
arrancando una flor de su trono y llevándosela a la nariz, antes de alzar sus
ojos de otoño y clavarlos en él.
Angus McGregor se quitó la gorra,
pero detuvo el ademán antes de empezar a rascarse los rizos pelirrojos. Ese asunto
no era una cuestión de reflexión. Era hora de actuar.
Anchoílla ladró, pues conocía ese
brillo en su mirada.
La reina de las hadas sonrió.
Cuando Angus McGregor despertó a
la mañana siguiente, sus ovejas habían vuelto al prado y él no tenía ni idea de
cómo había regresado a casa.
Anchoílla le miraba con aire
ofendido cada vez que le hablaba.
Y además, tenía una sensación
extraña en el trasero.
Al mirarse en el espejo, vio que
tenía exactamente tres pelos de color de otoño saliéndole del cachete izquierdo.
Sin duda, un relato muy particular en el que las hadas tienen una forma muy curiosa de ser malvadas.
ResponderEliminarUn beso y... pelos en el culo jajajaja
Abel Jara Romero
Jaja qué malo!!
ResponderEliminarDe todas formas, ellas ni son malas ni buenas, hacen lo que quieren jaja.
Un saludo!!