El primer autobús del sábado por la mañana suele ir
vacío. Si acaso, algún juerguista despistado o algún trabajador enfurruñado,
pálidos, cansados y con pocas ganas de cachondeo.
El Observador se sienta, como siempre, en la primera
fila de asientos, mirando hacia atrás, para poder ver, vigilar, observar a sus
compañeros de viaje.
El conductor no le interesa. Al fin y al cabo, todo
el mundo sabe por qué está allí.
Le interesan todos los demás, desde el borrachín que
cabecea nada más sentarse, el hombre que abre su libro sobre el regazo tras
colocar cuidadosamente su abrigo doblado y su maletín en el asiento de al lado,
pero que sin embargo mira por la ventanilla, pensando quizá en lo que le espera
cuando llegue a su trabajo, pasando por la muchachita con cara de despistada
que pasa junto al Observador con la música a todo volumen, moviendo
inconscientemente la cabeza al ritmo de la música. El Observador duda un rato
antes de calificarla entre juerguista o trabajadora. Después de un par de
segundos, sonríe y piensa “¿Qué más da?”.
Tres viajeros aparte de sí mismo y del conductor.
Todo un record.
El autobús está a punto de arrancar y, justo en el
último momento, una última invitada se suma al viaje.
Llega corriendo, sonriendo entre gemidos de fatiga.
El Observador la conoce.
Es la mujer que monta todos los sábados a esta misma
hora. Es la primera vez que llega corriendo. Normalmente suele hacerle compañía
al Observador en la parada al menos diez minutos, compartiendo la silenciosa
camaradería de los que madrugan demasiado. O quizás es la resignación.
Cuando pasa a su lado después de pasar la tarjeta
por el escáner no le saluda. Ni siquiera le ha visto. Se sienta un par de
asientos más allá de él, al otro lado del pasillo.
El Observador la mira de reojo, pensando que está
muy guapa con las mejillas sonrosadas y el pelo despeinado por la carrera.
El autobús arranca por fin.
No habrá nuevos especímenes hasta la próxima parada…
con suerte.
El Observador repasa con la mirada a sus compañeros
de viaje.
El juerguista se ha dormido al fin, y ronca
ruidosamente, mientras mantiene un equilibrio precario sobre el asiento.
El empleado de oficina ha apartado por fin la vista
de la ventana y se ha concentrado en su libro. El Observador se pregunta
durante un indiscreto segundo qué estará leyendo el atareado hombre de
negocios.
La muchachita ha cerrado los ojos y escucha
ensimismada la música que taladra sus oídos, siguiendo el ritmo con el pie y
con la cabeza.
La mujer que ha llegado tarde ha sacado un espejito
del bolso y se dedica a retocarse el peinado girando la cabeza a uno y otro
lado para poder verse. Cuando acaba con el pelo, pasa un dedo por el contorno
de sus labios, como para comprobar que el pintalabios sigue en su sitio.
El Observador aparta la mirada rápidamente al notar
que ella le devuelve la mirada. Ha sido solo un segundo, pero ha bastado para
que el Observador se haya sentido culpable durante ese minúsculo tiempo.
Después de ese segundo, ella vuelve la mirada al espejito, quizás con una
sonrisita satisfecha al saberse admirada.
Primera parada del trayecto. Monta una mujer mayor
de aspecto cansado cargada de bolsas. Murmura una disculpa cuando golpea al
Observador con una de ellas al pasar junto a él para sentarse en uno de los
asientos libres hacia la mitad del autobús.
El hombre de negocios apenas aparta la mirada de su
libro para dedicarle una mirada distraída. El borracho sigue roncando, quizás
un poco más profundamente que antes. La muchachita ni siquiera se ha dado
cuenta de que ha entrado nadie. La mujer del espejito la saluda y comparte con
ella unos minutos de conversación. Es evidente que se conocen, pues hablan de
conocidos en común, de sitios en común y quizás de vidas en común.
No entra nadie en ninguna de las dos siguientes
paradas.
En la tercera, entra el compañero de trabajo del
hombre de negocios. Éste recibe a nuestro nuevo compañero de viaje con una
sonrisa sorprendentemente cálida. Coloca el marcador de libros en la página que
acaba de abandonar, guarda el libro en su maletín y coloca su abrigo cuidadosamente
doblado sobre su regazo, dejando libre el asiento para su amigo. Ambos
comienzan una conversación a media voz salpicada de nombres y cifras.
La mujer mayor que conversaba con la mujer del
espejito se ha bajado sin que el Observador se diera cuenta, pues estaba
distraído con el hombre de negocios y su amigo.
La mujer del espejito la saluda con la mano y una
cálida sonrisa antes de volverse hacia la ventana para observar con el ceño un
poco fruncido el cielo cada vez más nublado. Rebusca en su bolso. El Observador
sabe que está comprobando si ha metido el paraguas esa mañana. Finalmente la
ve, casi la siente, suspirar. Sí, el paraguas está allí.
La muchachita se ha levantado y se ha colocado junto
a la puerta. Se baja en la siguiente parada.
Un ronquido más fuerte que los anteriores despierta
al borracho, que mira a su alrededor desorientado. La muchachita se ríe y le
dice, quizás con más amabilidad de la que nadie esperaría, que están en la
segunda parada de Andoain. El borracho se lo agradece con muchos aspavientos y
la saluda torpemente cuando se baja en la cuarta parada.
La quinta y la sexta no traen a nadie a la colección
del Observador. Es un sábado por la mañana más parado de lo habitual.
En la séptima, se baja el borracho y llegan cinco
más para sustituirle. Es evidente que vuelven de una despedida de soltero,
porque uno de ellos viene vestido de conejita, con unas medias de rejilla que
conocieron días mejores, una colita peluda pegada al trasero y un corpiño que
deja ver un pecho peludo y nada sexy. Las orejas cuelgan mustias a su espalda.
Es evidente que la noche ha sido movidita, porque los cinco se dejan caer sobre
los asientos como si tuvieran ochenta años y llegaran de la faena. Uno de ellos
intenta echarle los tejos con poco éxito a la mujer del espejito, que le sigue
el juego durante un par de minutos, hasta que sus amigos le llaman la atención
por molestarla.
En la octava parada el Observador pierde la cuenta
de los que entran y de los que salen. Sólo captan su atención una madre con un
niño pequeño, apenas un bebé, que duerme en su silla, ajeno al ajetreo que hay
a su alrededor. Al verlo, hasta los de la despedida de soltero bajan la voz. El
niño duerme acunado por el suave balanceo del autobús y el run-run de los
motores. Su madre, cansada, se sienta y clava la mirada en su hijo, velando su
sueño, como si temiera que fuera a desaparecer si apartaba la vista de él.
Última parada.
Todo el mundo baja del autobús. En los últimos
segundos, sólo quedan a bordo el Observador, la mujer del espejito y el
conductor.
Justo ante la puerta, el Observador se gira hacia la
mujer del espejito, aunque es incapaz de decirle nada.
Ella, más valiente, sonríe y le dice con voz dulce:
-Me llamo María.
Al decirlo, su sonrisa se ha ampliado y en su mirada
ha brillado por unos segundos una cierta diversión.
-Pablo –responde, apabullado el Observador.
La mujer del espejito, María, se permite el lujo de
devolverle al Observador, a Pablo, toda la curiosidad que él ha mostrado por
ella en una sola mirada.
35 años, soltero, a juzgar por las arrugas de su
ropa, un poco gordito y con unas entradas que prometen. Pero le parece
atractivo, y eso se trasluce en una nueva sonrisa de afán conquistador.
-Encantada, Pablo. Hasta el próximo sábado –dice,
alejándose ya, y llevándose con ella el triste consuelo del anonimato del
Observador.
-Hasta el próximo sábado –responde él, aunque sabe
que ella ya no le va a escuchar.
-Oiga, que no tengo todo el día –dice una voz amarga
tras él. El conductor le mira con cara de malas pulgas, pero el Observador
apenas se da cuenta.
Pablo se apresura a bajar del autobús mientras busca
con la mirada a María. Es inútil, ya se ha ido.
Debería sentirse triste, pero no lo está.
Sabe que el sábado tiene una cita con la mujer del
espejito.
Con María, se corrigió mentalmente. Con María.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Todos los comentarios del blog están moderados. Recuerda que la paciencia es una virtud.