Yo no echaba
nada de menos a… en fin… que no le echaba de menos. Siento tener que insistir
en esto, pero igual no lo pilláis. Yo no le echaba de menos y punto (ceja
enarcada para enfatizar mis palabras).
Pero había
un asuntillo… Sí, había algo para lo que ese pedante francés de trasero
perfecto sí era necesario (no, no he dicho trasero, no echo de menos su trasero
ni parte alguna de su anatomía, desfilando por mi pasillo, moviéndose con su
caminar tranquilo, enfundado en unos pantalones ceñidos. NOOOOO).
Corrección.
La palabra más cortarrollos de la historia. El término que quita de la cabeza
al instante cualquier interés romántico o erótico (y hasta borra de mi cabeza
cualquier imagen de traseros, por perfectos que sean).
Corrección.
Porque, vale,
yo puedo escribir, pero odio corregir. Lo odio a muerte. Y a ese cretino le
encargaba mis marrones con todo el cariño del mundo (cuando le quería). Pero
ahora, ¿quién iba a corregir mis adorados engendros?
Y no vale
decir: pero si tienes otros secretario, se llama Lorito.
Lorito,
secretario y corregir son términos excluyentes entre sí. Si todavía sigue aquí
es porque no consigo que se largue.
Contratar a
otro secretario, vistos mis antecedentes, quedaba descartado, así que me vi
obligada a tomar una de esas terribles decisiones que cambian una vida, a veces
incluso para bien: hacerlo por mí misma, e incluso aprender a hacerlo bien.
Así que me
apunté a un curso de escritura creativa (sí, podéis reíros a gusto).
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