Lady Claire consideraba que todo lo que le había sucedido desde que
llegara hacía apenas tres meses a Port Royal, Jamaica, era francamente
irregular.
Para ser sincera consigo misma, en comparación con su aburrida vida en
Inglaterra, su vida en Jamaica estaba llena de acción y resultaba excitante,
pero dos secuestros por parte de piratas, tres compromisos rotos y un affaire
con un capitán pirata con precio puesto a su cabeza eran demasiado hasta para
una mujer que había dejado su país natal en busca de aventuras.
La palabra affaire le trajo a la mente la última mirada de despecho de
Francis. Si al menos él entendiera los motivos por los que había tenido que
abandonarle… si pudiera comprender que estar a su lado era demasiado peligroso
para ambos…
Una voz insidiosa la atrajo al presente, recordándole que la situación
no estaba precisamente como para pensamientos melancólicos.
—Reconocedlo al menos, querida Claire. Fuisteis cruel al abandonarme
precisamente en el baile de Lord Huffington, que siempre se ha creído superior
a mí porque su mayordomo le plancha mejor los corbatines.
Claire forcejeó con sus ataduras, comprobando una vez más que lo único
que conseguiría sería más magulladuras en las muñecas.
—Asúmelo, Frederick, ésta no es la mejor manera de convencerme para que
me case contigo.
Frederick Humperdinck Johnston-Pole sonrió, dejando que un fino halo de
crueldad se paseara por su fría mirada azul. Claire se estremeció sin poder
remediarlo. Durante semanas había jugado con ese muchacho pensando que era un
mequetrefe más, y solo ahora se daba cuenta de que su estupidez no era más que
una pose.
—¿Quién habla de matrimonio? –dijo Frederick, paseando un dedo por la
línea de su mandíbula—. Afortunadamente, me mostraste a tiempo tu carácter,
amor. Me gustas, pero no seríamos felices juntos. Tenerte a raya sería
demasiado cansado y sudar no es lo mío.
Claire debería haberse sentido feliz al escuchar esas palabras,
liberada, sin embargo, el hecho de que él no la soltara y que paseara su mirada
reptiliana por su cuerpo sin duda debía significar que tenía en mente unos
planes que no implicaban a un sacerdote o una alianza en un dedo.
—Suéltame, Frederick. Si algo me ocurre todo el mundo sabrá que has
sido tú.
Él rió con ganas.
—No seas estúpida. Aunque lo supieran, nadie haría nada. Soy el sobrino
del gobernador. Siempre he tenido lo que he deseado cuando lo he deseado y tú
no vas a ser una excepción.
Claire forcejeó tratando de evitar sus manos y sus besos, pero poco
podía hacer teniendo en cuenta que estaba atada de pies y manos.
Tratando de evadir su mente de su cruel destino, fijó sus ojos en la
habitación donde Frederick la había encerrado, tan recargada de terciopelos y
encajes como él mismo. Hasta olía como él, a pachuli e incienso, como si
intentara cubrir con ellos la peste de la podredumbre de su alma.
Tantas veces había soñado con su primera noche de amor, en un
dormitorio lleno de flores, en una cama con sábanas perfumadas… y ahora tenía
que aguantar a este idiota con pésimo gusto y que encima pretendía hacerle
cosas que ella no le había dejado hacer ni siquiera a Francis, tan alto, tan
guapo, tan aguerrido, tan apasionado, tan ummm...
—¡Oh, Francis! –gimió, cerrando los ojos fuertemente para evitar
derramar las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos.
—¿Sí, querida?
—Deja de hacer eso, ¿quieres?
—¿A qué te refieres exactamente?
—A hablar en mi cabeza como si estuvieras aquí de verdad.
Una risa ronca que no podía ser imaginaria la obligó a abrir los ojos
de golpe.
Frederick Humperdinck Johnston-Pole yacía a su lado sobre la cama, con
un bonito siete ensangrentado en la camisa. Aún respiraba, pero seguro que le
resultaría menos doloroso no hacerlo. Además, estaba segura de que Francis
todavía no había terminado con él.
—¿Estás aquí de verdad?
Francis Blackeye, el capitán pirata que había capturado su barco poco
antes de llegar a Jamaica y que la había entregado a su tío a cambio de un
rescate sin tocarle un pelo (o casi) no respondió, sino que empezó a desatarla,
dedicándole caricias por cada rozadura, hematoma o herida que encontrara a su
paso. Claire se preguntaba cómo había podido pensar alguna vez que ese hombre
era un ladrón y un asesino.
—No me gustan las cosas que te pasan cuando estás lejos de mí,
preciosa. Tendremos que hacer algo para solucionarlo, ¿no crees?
Lady Claire sintió sus ojos castaños fijos en ella, oscuros y cálidos
como una noche caribeña, brillantes de amor y pasión.
Frederick gimió a su lado, pero a ninguno de los dos les importó, ahora
tenían otras cosas más importantes entre manos, como el uno al otro, por
ejemplo.
—¡Oh, Francis! –dijo Claire, suspirando, a punto de sentir el calor de
su beso en los labios, tan cerca, rozándola casi, a un suspiro de…
“Reloooooj, no maaaarques las
horaaaaas, porque voy a enloqueceeeeerrr…”.
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