—¿Otra copa?
No respondí,
pero dio igual, Alexia ya me estaba rellenando el vaso hasta los topes con
aquel mejunje al que ella llamaba vino. Desde luego, me sorprendía que tuviera
el mismo (y pésimo) gusto para todo. Una vocecita en mi cabeza protestó y dijo
que también ella quería a Alain, aunque la machaqué diciéndole que ese maldito
francés también había demostrado ser de baja categoría, como sus trapos, su
cirujano estético, su decorador y el dueño de su tienda de ultramarinos.
Sin embargo,
bebí. Bebí con mi archienemiga. Bebí como no había bebido en toda mi vida.
Por una vez,
ni siquiera caí en la cuenta de que podía haber algo venenoso en la copa.
Alexia estaba tan afectada como yo, así que, una de dos, o le parecí una presa
demasiado fácil, y por lo tanto creyó que no iba a disfrutarlo igual, o no se
dio cuenta de que me tenía a tiro.
Mano a mano,
nos trincamos varias botellas de cuanta bebida alcohólica había en aquella
horrible mansión.
Pascal se
había retirado a un discreto rincón y nos observaba (creo, aunque no estoy muy
segura, mis recuerdos de esa tarde son difusos), con una sonrisa de lástima
que, en otra ocasión, se hubiera ganado un buen grapadorazo.
De todas
formas, tenía suerte. Una vez más, para su desgracia, Pascal no contaba con
nuestra atención.
—Por qué…
por qué… —murmuraba Alexia una y otra vez, entre copa y copa, que bebía como si
fueran de agua (creo, ya digo que no recuerdo nada de esto muy allá y que toda
esta escena puede ser inventada en su mayor parte).
—Si tenía
que irse, al menos podía ser contigo… —dije yo (y esto es inventado seguro,
porque yo jamás diría esto, pero seguro que a Alexia le encantaría).
—Gracias,
amiga.
—¡Amiga!
(Vale, vale,
a esto es a lo que yo llamo un ejercicio de imaginación extrema).
Lo real
sería más similar a esto:
Alexia y yo
peleándonos por la botella y mirándonos furiosas, sin comprender del todo por
qué bebíamos juntas, pero necesitando, a nuestro pesar a alguien al lado que
entendiera lo que sentía la otra, mientras Pascal nos miraba fingiendo lástima
por nosotras.
De pronto,
se levantó y me miró, tambaleándose.
—Lárgate,
escoba pelirroja. Sin mi croasancito, desaparecerás para siempre, como la
ratita insignificante sin talento que eres.
El hipo y la
mirada vidriosa de ballena a punto de varar hicieron que sus palabras perdieran
algo de efecto, pero no por ello dejaron de ser devastadoras.
Sin Alain,
¿qué sería de mí? Sin él, yo había sido desorganizada, vaga, impredecible.
A pesar del
pedo que llevaba, conseguí arrastrarme hasta casa, donde Lorito ocupaba ya el
puesto de Alain, como el buitre rastrero que era.
—Buenas
tardes, jefa. ¿Puedo quedarme con el escritorio de ese perro traidor?
Que Dios y
el diablo me pillaran confesada.
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