viernes, 20 de mayo de 2016

EL SECRETARIO 3-3: TREGUA TEMPORAL

—¿Otra copa?
No respondí, pero dio igual, Alexia ya me estaba rellenando el vaso hasta los topes con aquel mejunje al que ella llamaba vino. Desde luego, me sorprendía que tuviera el mismo (y pésimo) gusto para todo. Una vocecita en mi cabeza protestó y dijo que también ella quería a Alain, aunque la machaqué diciéndole que ese maldito francés también había demostrado ser de baja categoría, como sus trapos, su cirujano estético, su decorador y el dueño de su tienda de ultramarinos.
Sin embargo, bebí. Bebí con mi archienemiga. Bebí como no había bebido en toda mi vida.
Por una vez, ni siquiera caí en la cuenta de que podía haber algo venenoso en la copa. Alexia estaba tan afectada como yo, así que, una de dos, o le parecí una presa demasiado fácil, y por lo tanto creyó que no iba a disfrutarlo igual, o no se dio cuenta de que me tenía a tiro.
Mano a mano, nos trincamos varias botellas de cuanta bebida alcohólica había en aquella horrible mansión.
Pascal se había retirado a un discreto rincón y nos observaba (creo, aunque no estoy muy segura, mis recuerdos de esa tarde son difusos), con una sonrisa de lástima que, en otra ocasión, se hubiera ganado un buen grapadorazo.
De todas formas, tenía suerte. Una vez más, para su desgracia, Pascal no contaba con nuestra atención.
—Por qué… por qué… —murmuraba Alexia una y otra vez, entre copa y copa, que bebía como si fueran de agua (creo, ya digo que no recuerdo nada de esto muy allá y que toda esta escena puede ser inventada en su mayor parte).
—Si tenía que irse, al menos podía ser contigo… —dije yo (y esto es inventado seguro, porque yo jamás diría esto, pero seguro que a Alexia le encantaría).
—Gracias, amiga.
—¡Amiga!
(Vale, vale, a esto es a lo que yo llamo un ejercicio de imaginación extrema).
Lo real sería más similar a esto:
Alexia y yo peleándonos por la botella y mirándonos furiosas, sin comprender del todo por qué bebíamos juntas, pero necesitando, a nuestro pesar a alguien al lado que entendiera lo que sentía la otra, mientras Pascal nos miraba fingiendo lástima por nosotras.
De pronto, se levantó y me miró, tambaleándose.
—Lárgate, escoba pelirroja. Sin mi croasancito, desaparecerás para siempre, como la ratita insignificante sin talento que eres.
El hipo y la mirada vidriosa de ballena a punto de varar hicieron que sus palabras perdieran algo de efecto, pero no por ello dejaron de ser devastadoras.
Sin Alain, ¿qué sería de mí? Sin él, yo había sido desorganizada, vaga, impredecible.
A pesar del pedo que llevaba, conseguí arrastrarme hasta casa, donde Lorito ocupaba ya el puesto de Alain, como el buitre rastrero que era.
—Buenas tardes, jefa. ¿Puedo quedarme con el escritorio de ese perro traidor?

Que Dios y el diablo me pillaran confesada.

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