La carta estaba allí, apuntando hacia mí, con esa letra tan regular y
perfecta, casi como si la hubiera escrita a máquina.
Solo Alain es capaz de escribir así. Él y los escribas medievales.
Y solo Alain es capaz de escribirme una carta en lugar de llamarme,
mandarme un mensaje o… lo que sea. ¿Acaso no habíamos estado juntos esa misma
mañana? ¿Qué era tan importante como para tener que escribirlo?
A veces es tan… formal.
Y entonces me detuve. La taza de té tembló en mi mano, amenazando con
derramarse.
Un momento. Stop. Alto ahí.
Una carta. ¿Una carta?
Tomé el sobre y lo miré más de cerca, como si pudiera atravesar el grueso
papel con la mirada, sin necesidad de abrir el sobre.
El día anterior había sido mi cumpleaños y arrastraba la resaca de una
celebración tranquila pero… bueno, que no os voy a contar cómo lo celebramos.
En los últimos tiempos me había acostumbrado a la buena vida, sin ataques,
sin visitas inoportunas… ¡si hasta me había vuelto seria (ejem)!
Me había acostumbrado a la idea de que Lorito viviría con nosotros para
siempre, a que los señores Panphile no me querrían jamás, aunque al menos ahora
me toleraban, a que Alexia seguiría mandándome mensajes de vez en cuando
amenazándome con robarme a Alain (sobre todo cuando se emborracha) y a que el
primo Pascal se plante en casa de vez en cuando para ofrecerse a darme un
masaje de pies. Siempre me niego, pero le invito a un té, porque veo que Alexia
le tiene agotado de tanto… ya sabéis. Pascal no me cae bien, pero siempre he
sido incapaz de dejar de ayudar a alguien que acude a mi puerta pidiendo
auxilio, aunque él jamás lo diga con esas palabras. Creo que un día intentará
escapar, y ese día… mejor no pensarlo.
¿Veis cómo hago lo que sea para evadir los asuntos importantes?
Me pregunté dónde diablos estaba ese estirado francés. Recordé que había
dicho algo de una reunión, aunque no le había hecho ningún caso, para variar.
Ahora pensé que tal vez, por una vez, debería haberle escuchado.
La cuestión es que había una carta. Una carta manuscrita, larga, elegante y
preocupante. Y yo no quería abrirla.
Pero tuve que hacerlo. En el fondo, la curiosidad era más fuerte que nada
más en mi interior. Luego me arrepentí, pero dio igual, porque ya era demasiado
tarde.
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