Tres días después, Clara había descubierto los beneficios de bajar y
subir por las escaleras, sobre todo cuando coincidía con Paco. Además, notaba
el trasero más duro, o sea que, como diría Irene, “no hay mal que por bien no
venga”.
Francamente, todo era absurdo. Pero como él no le hablaba, ella no
podía explicarle qué había sucedido en realidad con Jonathan. Y por otro lado,
tampoco pensaba que fuera necesario. Era una mujer adulta y podía hacer lo que
le viniera en gana con quien le diera la gana.
—Si al menos hubieras tenido el detalle de fijarte en mí antes de todo
esto sería otro cantar, pero no, para todo somos como los protas de esas pelis
románticas de pacotilla. Nuestra vida está llena de topicazos absurdos –murmuraba
Clara entre dientes mientras atacaba el último tramo de escalones hasta su piso—.
Ojalá no estuvieras tan bueno o yo estuviera ciega. Y ojalá no fueras tan
idiota.
Una risita rasposa hizo que se detuviera de pronto.
Una cabeza arrugada se asomó por la esquina y la saludó con una sonrisa
dulce y pícara a la vez. Clara suspiró de alivio al reconocer a la vecina del
sexto.
—Tienes unas conversaciones de lo más divertidas contigo misma, niña
–dijo la anciana, ahondando su sonrisa, que convirtió su rostro en una masa de
arrugas en la que se perdieron sus ojos como por arte de magia.
“Dios, y pensar que esta mujer tiene una vida sexual más activa que la
de todos los vecinos juntos”.
—Tengo un problema de incontinencia verbal –dijo Clara, llegando junto
a ella y luchando por recuperar el resuello—, y lo peor es que nunca sé si hay
alguien escuchando.
Su vecina le guiñó un ojo, o eso le pareció, cómplice.
—Por mí puedes estar tranquila. No le diré al bombero que estás loquita
por sus huesos. Aunque debe de ser tonto de remate para no haberse dado cuenta,
lo sabe todo el vecindario.
Clara enrojeció. Pues qué bien.
—Claro que todos sabemos también que él está loco por ti y que ahora
está como un lobo enjaulado por el asunto del motero.
“Madre mía, ¿esta gente no tiene vida?”
—¿Es usted una avanzadilla de los vecinos para instaurar la paz?
–preguntó Clara, preocupada de veras.
La anciana sonrió, inquietante.
—Puedes llamarme Rosalía. Invítame a un café y te contaré una historia.
Una hora más tarde, Clara se daba
aire con la mano y Rosalía se sonreía satisfecha, como si escandalizar a una
mujer mucho más joven con su historia de amor con su marido Alfredo fuera su
hobby favorito.
—¿Hace calor aquí o son imaginaciones mías? –preguntó Clara buscando
algo con la mirada para refrescarse. No podía quitarse de la cabeza las
imágenes de esos dos dulces ancianitos haciendo el amor en el ascensor, en el
descansillo y en el portal, además de otros sitios que prefería olvidar. Con
razón parecían siempre tan felices.
—Y, en definitiva, ese es nuestro secreto. Buenas peleas, mejores
reconciliaciones. Pero vosotros ni siquiera habéis hablado, para empezar.
Siempre que os veo estáis ahí, mirándoos como bobos. Mi Alfredo dice que le
recordáis a nosotros al principio… en fin, a nuestros primeros dos minutos.
Clara la escuchó reírse en su cara durante lo que le parecieron horas.
¿Tan sosos eran que hasta dos ancianos en los tiempos de la polka eran más
lanzados que Paco y ella?
—En fin, ¿qué me recomiendas?
Rosalía se quedó seria durante unos segundos, aunque no pudo hacerlo
durante mucho tiempo más.
—No te recomiendo lo que yo haría, no te veo colándote en su casa
desnuda y arrinconándolo en cualquier esquina –respondió Rosalía con total
naturalidad, dándole el último sorbo al café.
Clara aceleró los movimientos de su mano. Definitivamente, si no tenía
fiebre ya, debía estar a punto de tenerla. Solo imaginarse a sí misma haciendo
lo que Rosalía sugería… en fin… imposible. ¿O no? ¿Qué distancia había entre su
balcón y el de Paco? Si Scaramouche podía hacerlo, ella también, ¿verdad?
—La verdad es que empiezo a pensar que no merece la pena. Es un idiota.
Rosalía entrecerró los ojos de modo que casi desaparecieron nuevamente.
Era tan desconcertante que Clara no sabía cómo mirarla.
—Mientes. Mientras dices eso calculas mentalmente la distancia que hay
entre tu balcón y el suyo. Todas hemos pasado por esa fase, niña.
“Joder, la vieja se las sabe todas”.
Como si le leyera los pensamientos, Rosalía sonrió.
—Es posible que tu Paco sea idiota, pero no lo es menos que cualquiera,
y al menos es amable y simpático. Yo le daría una oportunidad. Explícale lo del
motero y deja de marear la perdiz. Si te dice que no confirmará que es un
idiota rematado y si te dice que sí, Alfredo y yo dejaremos de ser los únicos que
demos que hablar en el edificio –añadió con un guiño.
Clara suspiró y la miró marchar.
—Qué fácil parece todo cuando te lo dicen los demás.
Paco entró en el edificio con aire ausente mientras le daba vueltas y
más vueltas a las palabras de Jonathan esa mañana.
—Tu amiga es una fiera. Dile que me llame cuando le apetezca otra
batallita como la del otro día.
Y lo decía con su sonrisa de haber catado las delicias del paraíso que
siempre reservaba para darle envidia a sus compañeros.
Paco le habría borrado esa sonrisa de un puñetazo, pero no merecía la
pena. A cambio, se las apañó para que su jefe le ordenase a Jonathan cargar con
todo el equipo aduciendo un inexistente dolor de espalda. Por desgracia, esa
minúscula venganza no hizo que se sintiera mejor. Sospechaba que romperle los
morros le habría sentado mejor.
—Echo de menos la sonrisa más bonita del edificio después de la de mi
Alfredo –dijo una voz a sus espaldas.
Paco se dio la vuelta y se topó con Rosalía, que le sonreía con su
sempiterna sonrisa picarona. Como respuesta, se le escapó la suya, como sin
querer.
—Vaya show que montó Clarita con el motero la otra noche, ¿eh? Se oían
los gritos por todo el edificio.
Él se sonrojó sin poder remediarlo. Vaya con la vieja cotilla. Y pensar
que siempre le había caído bien.
—Trabajé esa noche.
Rosalía amplió su sonrisa.
—Es una pena. Fue una escena digna de verse, un conquistador en plena
tarea –añadió con una risita socarrona.
Paco se preguntaba si sería demasiado grosero dejar a la anciana allí
tirada y subir por las escaleras. Francamente, no le interesaba escuchar otra
versión de la escena de conquista de Jonathan. Miró el reloj, esperando que
ella captara la indirecta.
Estaba enfilando las escaleras, tras decir que tenía prisa cuando ella
le detuvo.
—Podría alargar esto eternamente, pero me aburro de tanta tontería
juvenil. Cuando ayudamos a tu vecina a meter al motero en su apartamento, el
pobre no estaba en condiciones de intentar nada. En mi vida había visto a nadie
más borracho. Lo dejamos tirado en el sofá dormido como un angelito.
Paco se volvió hacia ella y abrió la boca para hablar, pero ella se le
adelantó.
—¡Oh, ahórrame el “por qué no me lo dijo” y todas esas memeces! Para
empezar, tú no le hablas. Para continuar, no sé cuál de los dos es más tonto,
meses mareando la perdiz cuando está más claro que el agua que estáis loquitos
el uno por el otro. Y para terminar, no sé para qué me meto, pero la verdad es
que no soporto ver a dos jóvenes que podrían estar retozando por ahí sufriendo
por las esquinas. Te seré sincera, si cuando Alfredo me pidió la hora tras
andar rondándome durante meses yo hubiera hecho lo que vosotros, aún
seguiríamos igual, sin hablarnos siquiera. No seáis tontos durante más tiempo.
Y ahora te dejo, que tengo las alubias al puchero y a Alfredo calentándome la
cama.
Paco la miró marchar sin poder creer lo que había escuchado.
—Vaya con la viejecita, qué miedo da.
Pero mientras subía por las escaleras sus palabras fueron calándole más
hondo.
La madre que parió a Jonathan. ¿Era posible que existiera un tipo más
canalla? ¿Y Clara? Con razón había puesto esa cara cuando le había cerrado la
puerta en la cara. Remató los escalones y atravesó el descansillo hasta
detenerse ante su puerta.
Respiró hondo. Sonrió y tocó el timbre.
Era una tarde lluviosa y fría de
invierno.
Las gotas golpeaban los cristales
como balas de plomo, crispándole los nervios, alterados por la resaca de whisky
barato que le duraba desde que tenía memoria. Un mal mes o un mal siglo, qué
más daba.
Era un tipo con poca suerte. Y la
poca que le quedaba se acabó en cuanto ella cruzó su umbral, abrazada a un
bolsito que portaba, casi seguro, una pistola y un fajo de billetes que él
necesitaba como el comer.
No era guapa del todo, pero tenía
buenas piernas y un buen escote. Era evidente que llevaba gafas habitualmente,
y no solo porque tenía las marquitas delatoras a cada lado de la nariz que lo
atestiguaban, sino porque lo miraba todo parpadeando como un mochuelo cegato.
Sin embargo, hasta eso lo hacía con encanto, aleteando las pestañas a lo Rita
Heyward.
Franciscus A. Smith, Frankie para
los amigos y los enemigos, la observó a través de la sempiterna nube de humo
que adornaba su despacho, sabiendo que la pasta que ganaría con ella no le
compensaría en absoluto el dolor de corazón que le dejaría a cambio.
—Necesito un detective y no puedo
pagar nada mejor –dijo la chica con voz grave, no sabía si porque su voz era
así o por un catarro mal curado.
La verdad era que lo segundo era
lo más probable, porque estaba empapada y su ropa era poco apropiada para la
temperatura exterior.
“¿De dónde sales, encanto?”,
pensó Frankie en un ataque de ternura que atacó con una nueva calada.
—Empezamos bien, guapa
–respondió, en cambio, con toda la acidez que pudo, como pretendiendo
asustarla. De pronto decidió que no quería que entrara en su vida, con su
mirada de gacela asustada, sus piernas de infarto y su voz de cazalla—. Dime
qué te aflige y yo te diré si puedo consolarte.
La chica parpadeó un par de veces
en su dirección, como tratando de enfocarlo.
—Me llamo Clarita Tremaine y
busco a mi madre.
Esta vez fue el turno de Frankie
el de parpadear.
“Qué suerte la mía”, pensó. Las
posibilidades de encamamiento se evaporaban por momentos, y no solo porque en
ese momento ella estuviera tosiendo como si fuera a echar los pulmones por la
boca… o fuera tuberculosa. Frankie frunció el ceño y miró la hora en su reloj
de pulsera con la esfera rota. Dudó unos instantes. Echó una mirada de reojo a
las piernas de Clarita Tremaine y se estremeció. En fin, ¿tenía otra cosa mejor
que hacer?
Clarita tomó asiento en una silla
tambaleante a una señal de Frankie y comenzó a contarle su triste historia. Más
o menos lo de siempre: madre que abandona el hogar para buscar un futuro mejor
y deja a los niños con padre alcohólico, padre que palma dejando a los niños
solos, en cuanto se acaba la pasta hija mayor parte en busca de madre dejando a
los pequeños en casa de vecina simpática. Y aquí estaba la hija mayor en
cuestión. La historia era tan simple y tan creíble que no se la creía para
nada. Pero no era asunto suyo. La cuestión era que ella tenía los honorarios
que le había pedido y él necesitaba la pasta si quería comer mañana.
—Y su madre se llama…
La vio dudar tres segundos
exactos. Cualquiera diría que al menos se podría haber preparado eso, ¿no?
—¿Petra?
—Pregunta o afirma, ¿nena?
Ella tuvo la delicadeza de ruborizarse.
—Es que hace taaaanto tiempo que
no la veo.
Frankie apuntó el nombre en una
libreta amarilla DetectiveStandard.
—Petra qué más…
—McNeill.
Él enarcó una ceja.
—¿Su madre y usted tienen
apellidos diferentes?
Un oportuno ataque de tos la
libró de contestar. Podría haberle ofrecido un vaso de agua del grifo, pero
prefirió verla sufrir un poco más. Era evidente que la chica no aguantaría
mucho más sin soltarle la verdad.
Uno, dos, tres,… cuarenta y ocho,
cuarenta y nueve,… era más dura de lo que pensaba…
—De acuerdo, no es mi madre.
Frankie ahogó una sonrisa.
—Suelte por esa boquita de piñón.
Al parecer, la tal Petra McNeill
era la secretaria de su padre, al que había dejado con un palmo de narices, los
pantalones bajados y un descubierto en la cuenta que no querían que su madre
descubriera.
—¿Y no podía venir su señor
padre?
Ella volvió a toser, aunque esta
tos sonó a falsa que tiraba de espaldas. 10 minutos con ella y ya la conocía
como si la hubiera parido. Frankie casi podía adivinar el color de su camisón y
el nombre de su osito de peluche.
—Mi padre no sabe que estoy aquí
–“y seguramente tampoco sabe que toda la familia está enterada de su lío con la
secretaria de manos largas”—. Me gustaría que esto fuera un secreto entre los
dos.
Frankie sintió un ramalazo de
brisa procedente de su aleteo de pestañas.
Asintió.
Y supo que esa chiquilla sería su
perdición.
La investigación en sí no tuvo
nada de interesante. Encontró a Petra unas horas después en un hotel gastando
la pasta a espuertas con un chulo que juraba que se casaría con ella.
Cuando le devolvió a Clarita lo
que quedaba del dinero de su familia, que no cubriría ni el viaje en taxi hasta
su casa, Frankie sintió que había algo más, y por desgracia no tenía nada que
ver con el caso.
Era ella. Sus ojos de lechuza
despistada. Su pelo despeinado y apelmazado por la lluvia de hacía unas horas.
Su nariz goteante. Sus zapatos abiertos, tan inadecuados para ese tiempo de
lluvia.
Sentía deseos de dejar de fumar
con solo mirarla.
—Espero que acepte usted
efectivo, no me gustaría que mi familia me hiciera preguntas si le extiendo un
cheque.
Frankie aceptaba efectivo, y
yenes si hiciera falta. Pero no podía cobrarle a ella. Maldito fuera su blando
corazón.
—Considérelo un favor, nena
–respondió sintiéndose estúpido y preguntándose qué iba a comer al día
siguiente.
Ella parpadeó como un pajarillo
sorprendido. Se sacó las gafas del bolsito y se las colocó en un gesto de
marisabidilla. Curiosamente, estaba aún más guapa con gafas, era más ella.
—Yo siempre pago mis deudas,
detective. Acepte el efectivo o…
—¿O?
Ella emitió una de sus tosecillas
nerviosas y se acercó a él, decidida.
—No quiero que me considere usted
una fresca por lo que voy a hacer.
Frankie solo podía soñar lo que
iba suceder a continuación.
Esas historias en las que las
clientas seducían a los duros detectives privados eran una leyenda, o al menos
a él nunca le había sucedido. Claro que él era un tipo sin suerte. ¿O no?
Clarita besaba bien, teniendo en
cuenta que tenía el aspecto de una ratita de biblioteca. Sus labios eran
cálidos, dulces y sorprendentemente reales.
Si alargaba las manos…
Si alargaba las manos podía tocarla y atraerla más hacia sí.
—Buenos días, bello durmiente –dijo una voz muy cerca de su oído,
haciendo que saliera por completo de su sueño.
Paco abrió los ojos y se encontró en un lugar desconocido por completo.
Solo la sonrisa de Clara y el maullido de Scaramouche le resultaban familiares.
Desde luego, había sitios peores donde despertar que en su cama y despertares
peores después de aquella noche mágica.
Y no es que la tarde hubiera empezado demasiado bien.
Para empezar, ella no quiso abrirle la puerta cuando llamó.
Claro que lo que él no sabía era que, en realidad, ella estaba
haciéndose unos arreglillos exprés, porque estaba que daba pena.
Cuando al fin abrió la puerta y vio que él seguía allí, casi cinco
minutos después, hablando solo sobre lo idiota que había sido, Clara casi se
tiró sobre él, pero decidió que merecía la pena verle arrastrarse un poco más.
Al fin y al cabo, se había perdido cuatro minutos y cincuenta segundos de sus
disculpas.
—Pasa –dijo todo lo seria que pudo—. ¿Decías algo?
Paco se sonrojó. ¿Acaso había estado hablando con las paredes? Al ver
su minúscula sonrisa se dio cuenta de que le estaba castigando. Quería verle
humillarse. Bien, se lo merecía.
—Soy un idiota. Debí romperle la cara a Jonathan en el mismo momento en
que osó posar los ojos en ti. Llevo meses alimentando a tu gato a escondidas
para poder acercarme a ti. Me despierto con la música de tu despertador. Me
vuelves loco cuando hablas a solas. Quiero que hables conmigo cada mañana. Y en
fin, me gustas. Me gustas desde siempre.
Ella solo lo miraba en silencio
con cara de terror.
—¡Oh, Dios mío! ¿Puedes escuchar lo que digo a través de las paredes?
Él sonrió.
—Lo que me vuelve loco es que no lo escucho todo. Me gustaría saber de
qué hablas.
Pudo verla relajarse y sonreír.
—Es mejor que no lo sepas. A veces creo que estoy un poco loca. Irene
también lo cree.
Paco se le acercó y le tomó la barbilla con la mano. Pudo sentirla
temblar a su contacto.
—Dímelo. Tengo curiosidad –dijo acercándose hasta casi besarla.
Ella no respondió, sino que completó el movimiento y lo besó, en un
gesto audaz del que hasta Rosalía hubiera estado orgullosa. Como maniobra de
distracción funcionó a la perfección y les ahorró minutos de conversación
inútil que, vistos sus antecedentes, podría haber terminado de mala manera. Era
evidente que hablar no era lo suyo.
No fue hasta mucho más tarde, en la cama, cuando ella le habló de sus
sueños. A él le parecieron graciosos, pero ella pudo notar que se sentía
halagado. No en vano era el protagonista de todas sus fantasías.
Clara, a su vez, jamás hubiera pensado que todo iba a resultar tan
sencillo.
—Madre mía, cuánto tiempo perdido en tonterías –murmuró mientras lo
veía dormir, agitado entre sueños, escuchándolo mascullar entre dientes con
acento extraño—. Siempre pensé que eras un hombre perfecto, el hombre de mis
sueños, pero te quedarás calvo y serás gordo en unos años, como todos. Y
estarás aquí a mi lado para que yo te vea –añadió con ternura.
Pudo notar que él despertaba al notar sus manos intentando atraparla a
través de la cama, de modo que se dejó hacer, con una sonrisa. Acercó su cara a
la suya y susurró muy cerca de su boca, presta para un beso:
—Buenos días, bello durmiente…
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