“Reloooooj, no marques las horaaaaassss…”
Jonathan se levantó de golpe sin saber dónde se encontraba ni con
quién. Para ser sinceros, no recordaba nada desde las once de la noche
anterior.
Hizo un esfuerzo por enfocar la vista, borrosa por el dolor
martilleante de su cráneo, pero no vio nada que pudiera reconocer aparte de su
ropa y el casco de la moto. La boca le sabía a vino amargo y esa maldita música
le daba ganas de vomitar.
Por fin paró, o una mano amable tuvo la delicadeza de detenerla.
Escuchó los ruidos de alguien al levantarse de la cama, provenientes de
lo que debía ser un dormitorio. ¿Algún colega le había llevado a su casa? Ojalá
pudiera recordar con quién había quedado anoche.
Con la cabeza algo más clara y la mirada menos turbia, echó un nuevo
vistazo a su alrededor. Era evidente que el “colega” en cuestión era una tía,
porque tenía la casa llena de tonterías propias de mujeres, como libros,
jarroncitos de flores y chuminadas decorativas. Pero la cuestión era que, si se
trataba de una mujer, ¿cómo se había despertado él en el sofá y ella en la
cama? ¿Acaso era una mujer casada? ¿Una vieja? ¿Una loca lesbiana?
La puerta del dormitorio se abrió desvelando el misterio. No recordaba
su nombre, pero sí, curiosamente, que tenía unas braguitas de encaje de color
morado. Hizo acopio de su mejor sonrisa mañanera, a pesar de la resaca y del
dolor de cabeza que le hacía achicar los ojos.
—¡Eh, nena!
Clara sonrió, pero de una manera tan fría que los icebergs habrían
podido calificarse de calientes al lado de su mirada.
—Tienes exactamente tres minutos para desaparecer de mi casa y borrar
mi número de teléfono, contando desde –miró su reloj de pulsera y activó el
cronómetro. Su sonrisa se amplió e incluso guiñó un ojo al decir:— ¡ya!
Jonathan no se podía creer lo que oía. ¿Una chati echándole de su casa?
¿Qué diablos había ocurrido la noche anterior? Vale, quizás se había pasado un
poco demasiado con la bebida durante la cena, pero él controlaba el asunto,
siempre lo hacía.
—Venga, guapa, seguro que lo pasamos bien anoche…
—Un minuto y medio –respondió Clara dándole la espalda para ir a
prepararse un café.
Él suspiró, viendo que no tenía nada que hacer. Si no le doliera tanto
la cabeza al menos. Recogió el casco y enfiló la puerta.
—No me creo que no te guste siquiera un poquito –volvió a la carga
justo a la entrada, con la puerta abierta.
Ella no respondió, se limitó a mirarlo, girando la cucharilla una y
otra vez, haciendo el mayor ruido posible solo para fastidiarle.
—¡Hasta la vista, querida, a la segunda te gustará aun más! –se
despidió él sin embargo, con una amplia sonrisa, dando un portazo que
seguramente despertó a medio vecindario.
Clara suspiró. Un problema menos. Buenos días, vida nueva.
Estaba decidida, se acabaron las dudas. Modo sueño off, modo vida real
on.
La nefasta experiencia de la noche anterior con Jonathan le había
dejado claro que Irene tenía razón. Tenía que echarle narices al asunto.
Total, ¿qué podía perder? Vale, él le podía decir que no, para empezar.
Y también tenía que reconocer que lo que más le iba a costar sería hacer acopio
de valor para decirle… ¿qué?
Dejó el cepillo de dientes y se miró en el espejo, imaginando que tenía
a Paco delante, con sus dulces ojos oscuros, mirándola expectante, con una
sonrisa bailoteándole en los labios.
—¿Te hace salir de marcha un día de estos? –le dijo a su reflejo—. Muy
Jonathan.
De solo pensarlo se le agrió la expresión.
—Concéntrate –murmuró, cerrando los ojos. Al abrirlos, Paco estaba de
nuevo allí. Parecía serio por la mención a Jonathan—. Un error lo tiene
cualquiera –le dijo—. Y ahora no me mires así y solo di que sí cuando yo te
pida salir. Es sencillo. Debe serlo. Todo el mundo lo hace. ¿Por qué tengo que
hacer de ello una misión imposible? Madre mía, si me oyeras hablando conmigo
misma huirías por pies.
Clara hablaba sola otra vez, pero no captaba sus palabras.
—¿Qué dices? ¿Comentas contigo misma lo bien que lo pasaste anoche?
El portazo y las palabras de despedida a viva voz de Jonathan lo habían
desvelado definitivamente cuando estaba a punto de coger el sueño.
Conociéndole, se temía la siguiente vez que se encontraran, porque le contaría
con pelos y señales cada detalle de la cita.
El muy capullo tenía la sensibilidad de un pedrusco hacía las mujeres.
¿Estaría bien Clara? Ella no era el tipo de mujer que le iba a un tipo
egocéntrico e insensible como Jonathan.
El maullido de Scaramouche le convenció de levantarse. Con la excusa de
ir a devolvérselo a su dueña, le echaría un ojo.
—No soy cotilla.
El gato frunció el morro cómicamente, como si no estuviera de acuerdo
con su afirmación.
Paco se vistió y siguió al animal hasta la puerta. Al abrir, se llevó
la sorpresa de encontrarse a Clara allí con una nota en la mano.
—Iba a pasarla por debajo, no quería despertarte –dijo ella
atropelladamente.
Parecía radiante con el pelo suelto y uno de sus vestiditos de flores.
Paco se preguntó durante un estúpido segundo si el brillo de sus ojos y el
color de sus mejillas eran los efectos secundarios de una noche apasionada.
Apretó los dientes sin poder evitarlo.
—No me has despertado. Jonathan no ha sido discreto precisamente esta
mañana al irse –respondió, tenso. A sus pies, Scaramouche le reprochó su
actitud con un bufido, y saltó para refugiarse en los brazos de su dueña, que
miraba a Paco con sorpresa.
—Vaya, lo siento. No creo que lo haya hecho a propósito. No volverá a
suceder.
Paco forzó una sonrisa. ¿Acaso ella se encargaría de decirle que la
próxima vez saliera de puntillas tras darle un beso de despedida? Solo
imaginárselo le hizo gruñir.
—Perdona, pero estoy hecho polvo, hablamos en otra ocasión.
Clara se encontró con la puerta cerrada ante sus narices, con la nota
con una invitación para cenar estrujada en la mano y Scaramouche con una cara
de sorpresa que debía hacer juego con la suya.
—No me preguntes por lo de anoche. No me preguntes por esta mañana.
Mira, mejor no me hables y así acabamos antes.
Irene, que no había tenido tiempo ni de abrir la boca, se limitó a levantar
las manos como para defenderse de un ataque.
Clara se sentó a su lado y hundió la cabeza entre las manos.
—Ha sido un horror –dijo, con la voz ahogada por los puños apretados
contra los labios.
Irene detuvo la taza de café a medio camino de la boca. Obviamente,
algo terrible había ocurrido para haber dejado a su amiga en ese estado.
—¿Qué ha pasado?
Clara alzó la mirada, oscura y sospechosamente brillante hacia ella.
—No lo sé.
Irene suspiró y completó el gesto, terminándose el café y soltando la taza
de golpe sobre la mesa en un obvio gesto de impaciencia.
—Pues si tú no lo sabes, que estabas allí… ¿Te hizo algo Jonathan? ¿O
estás así de deprimida porque no te hizo nada?
Clara le dio una palmada y puso cara de fastidio. ¿Acaso Irene no podía
pensar en otra cosa?
—Lo de anoche fue un auténtico desastre. Resumiendo, él se emborrachó y
me lo tuve que llevar a casa porque tenía miedo de que se matara por ahí con la
moto. De hecho, no tengo ni idea de cómo ha vuelto a su casa esta mañana,
porque volvimos del restaurante en taxi.
Irene no pudo evitar su regocijo.
—¿Y hubo tema?
Clara sonrió a su pesar.
—No diré que no lo intentó, pero se quedó frito en el sofá en cuanto
llegamos a casa. Menos mal que nos cruzamos con los vecinos del sexto en el
portal, porque yo sola no hubiera podido meterle en casa. Y no te hablaré de su
tema favorito durante la cena: Jonathan. Fue casi divertido, si no tienes en
cuenta que esta mañana no se acordaba de mi nombre y que por su culpa Paco no
me habla.
Irene iba a hablar para decirle que eso era una señal evidente de
celos, pero Clara no estaba precisamente en condiciones de escuchar obviedades.
Además, por su cara, Irene se daba cuenta de que Clara ahora sabía que Paco no
era tan indiferente a ella como había pensado.
—Odio a los tíos que solo te hacen caso cuando otro te mira –murmuró
para sí.
—No creo que sea así. A tu vecino le interesabas antes de que salieras
con Jonathan, créeme. Solo que ahora está sufriendo un ataque de celos, está
convencido de que ha habido sexo de por medio. Yo de ti no trataría de
explicárselo, que le den si piensa que te has enrollado con ese imbécil en la
primera cita.
Clara no pudo evitar reírse ante la cara que puso Irene. No sabía si
estaba más enfadada con Paco o con Jonathan.
Suspiró.
—Y yo que al fin me había decidido a invitarle hoy a cenar.
—Pues él se lo pierde. A cambio cenarás con tu amiguita del alma, que Carlos
está hoy de cena de negocios. Y si me encuentro con tu galán por el pasillo
recibirá mi más glacial indiferencia, que lo sepas.
Clara lo dudaba. Irene no sabía lo que era ser glacial, ni la
indiferencia tampoco. Lo más probable era que se le tirara al cuello para
gritarle que su amiga no era ninguna furcia. Pobre Paco, casi tenía pena de él.
Casi.
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