TÚ Y YO
Como es
habitual el dolor me despierta. Mi mano derecha se abre y cierra
inconscientemente, una y otra vez, una y otra vez, incluso antes de que mis
ojos se abran, calentándose. Siento los huesos crujir, los tendones protestar,
pero es necesario si quiero poder usarla con normalidad durante el resto del
día.
No es que
mi trabajo sea un trabajo manual propiamente dicho, pero nunca te das cuenta de
hasta qué punto necesitas las dos manos hasta que te haces añicos una de ellas.
Intento
recordar cuánto tiempo exactamente hace desde que ocurrió. ¿Cinco meses? ¿Seis?
Casi seis, creo. Una fecha tan omnipresente y a veces es difícil llevar la
cuenta.
Cuando el
dolor se convierte en una sorda molestia abro los ojos por fin y observo la
habitación a la luz incierta del amanecer.
Sigue
prácticamente igual que hace casi seis meses, excepto por el polvo, ahora
ausente, y el tufo a caos y miedo, también desaparecidos. Por lo demás, es como
si el tiempo apenas hubiera pasado por aquí, hasta la grieta del techo sigue
ahí. Sí, esa misma grieta que los del seguro juraron que se arreglaría en un
par de semanas. Ahora forma parte del paisaje matutino y ya no quiero
deshacerme de ella. Es como el póster de “Tú y yo”, parte de la decoración.
Mis ojos
adormilados se clavan en la imagen de Cary Grant y Deborah Kerr, abrazados casi
con desesperación, como si estuvieran bailando un último baile.
-Es mi
película favorita. Bueno, no exactamente, pero sí de esas que siempre que la
pillas en la tele te la terminas tragando –había dicho ella al ver ese póster
al entrar en mi dormitorio hacía casi seis meses.
Los dos
estábamos cansados, llenos de polvo y no sabíamos realmente cómo diablos
habíamos llegado hasta allí.
Yo había
llegado al hospital de campaña de la Cruz Roja tras trabajar durante horas en
el desescombro de un edificio de vecinos de mi barrio. Con el último temblor el
edificio terminó de derrumbarse y una parte me cayó sobre la mano partiéndomela
por cinco sitios.
Ni
siquiera me di cuenta de cómo había llegado hasta allí. Solo que alguien me
tiraba de la mano sana y que me preguntaba a gritos mi nombre. No sé qué le
respondí.
Ella era
una de las enfermeras que me atendió. No la primera, la que me tomó los datos y
me gritó, sino la que me hizo un daño de cojones al revisarme la mano mientras
me hablaba de chorradas para entretenerme.
Luego ya
no recuerdo nada más. Alguien, seguramente ella, me puso algo que me hizo
quedarme frito en menos que canta un gallo.
Cuando
desperté tenía la mano escayolada y la enfermera que me gritaba me volvía a
gritar diciéndome que necesitaban la cama.
Lo
comprendí perfectamente, aunque no hacía falta que me gritara. Me dolía la
mano, pero no estaba sordo.
Atontado
por los calmantes y el dolor salí de allí y me quedé plantado ante las puertas,
por llamarlas de alguna manera, del hospital de campaña. Era de noche y había
gente como atontada por todas partes.
No sabía
adónde ir. En medio de la noche, del run-rún del miedo y del caos provocado por
el terremoto, de los escombros y del polvo en suspensión, me pregunté si mi
casa aún existiría.
-¡Eh!
No sabía
si me llamaban a mí, pero me giré igualmente, tengo esa absurda costumbre, como
todos, supongo.
Era ella,
la segunda enfermera. Aún llevaba el uniforme y tenía pinta de estar a punto de
quedarse dormida de pie. Y aún y todo sonreía y venía corriendo hacia mí,
sujetándose con ambas manos el estetoscopio, como hacen las enfermeras de la
tele.
Sonreí sin
querer.
-¡Eh!
–respondí.
Ella rió,
como si hubiera dicho algo increíblemente gracioso. Supongo que con un trabajo
como el suyo o te ríes de chorradas o te amargas la existencia.
-¿Qué tal
la mano? –preguntó.
Enarqué
una ceja, haciéndome el interesante, aunque tengo la sensación de que el cóctel
de drogas que llevaba encima hizo que mis ojos hicieran cosas raras.
-Esa
pregunta debería hacértela yo a ti, que eres la profesional.
Ella
sonrió. Tenía una hermosa sonrisa, a pesar de estar cansada, despeinada y
básicamente tener la pinta de no haber dormido durante un mes. A la luz de la
luna, el terremoto se había cargado el alumbrado público, sus ojos parecían
oscuros y su cabello castaño, pero no puedo asegurarlo.
-Sobrevivirá,
pero te dolerá durante mucho, mucho tiempo –dijo con la sonrisa aún bailándole
en los labios.
Sus
palabras, acompañadas de esa sonrisa sonaron increíblemente crueles y
sensuales.
No me
considero una persona impulsiva ni de esas que se llevan a la primera mujer con
la que se cruzan a la cama, pero debo reconocer que deseé a esa mujer como a
nadie en el mundo en ese mismo momento, en ese mismo lugar.
Estoy
seguro de que ella tampoco era ninguna fresca, que dirían en mi pueblo, y sin
embargo, pocos minutos después, estábamos en mi casa, que había permanecido
sobre sus cimientos como por milagro, en este cuarto donde ahora la recuerdo, en
esta cama donde ahora creo sentirla a mi lado…
Es extraño
recordar tantos detalles de aquella noche, sus palabras, su olor a rosas y
violetas, el color de sus ojos a la luz de la luna al abrazarla justo antes de
que se durmiera y su advertencia de que me cuidara cuando desapareció a la
mañana siguiente y sin embargo ser incapaz de recordar si en algún momento nos
dijimos nuestros nombres.
Ojeo el
periódico empezando, como siempre, por la última página. Mis ojos se pasean
perezosos por la programación, buscando algo que ver esta noche, al acabar el
turno en el hospital.
“Tú y yo”
de Leo McCarey, 1957, con Cary Grant y Deborah Kerr.
Sonrío
involuntariamente. No es mi película preferida, pero es de esas que siempre
acabas viendo cuando las echan en la tele. Es inevitable. Es uno de esos
terribles dramas románticos de amores predestinados en los que exclamas “cómo
no, estaba escrito”, mientras haces rico al fabricante de pañuelos de papel de
turno.
Creo que
no la veo desde…
Hacía
tiempo que no pensaba en él.
¿Cuánto
hace ya? Creo que casi seis meses, el mismo tiempo que juran los protagonistas
de la película que tardarán en reformar su vida de sinvergüenzas y
reencontrarse en el Empire State para estar juntos para siempre jamás.
Me
pregunto qué planetas se alinearon aquella noche para liarme con un tipo
encantador, herido y petado de calmantes que nunca se dignó a llamarme.
-Cosa de
los escenarios de guerra –como diría mi amigo Angelito, experto en rollitos de
primavera, como él llamaba a los aquí te pillo-aquí te mato-. Además, ¿de qué
te quejas, si ni siquiera sabes su nombre? Que te quiten lo bailao.
-Le dejé
mi nombre y mi teléfono en la mesilla de noche antes de irme.
-Mira,
bonita, un polvo entre el polvo es lo más, pero cuando se ve la mierda al
amanecer se pierde todo el encanto.
Angelito
debía de tener razón, porque él nunca llamó. Ni siquiera volvió por el hospital
de campaña y cuando me fui de Lorca no volví a saber de él.
Vale, no
me importa. Y han pasado casi seis meses. ¿Y qué?
Cierro el
periódico y me dan ganas de hacer una bola gigante de papel con él y tirársela
a alguien a la cabeza.
Me hice el
duro durante unos cuantos días pero el dolor era insoportable. Cogí las recetas
de calmantes que ella había dejado sobre la mesilla de noche y me fui a la
farmacia.
-Aquí hay
algo apuntado, parece un número de teléfono –dijo el farmacéutico.
-Debe de
ser del médico –respondí, encogiéndome de hombros. Por un momento me planteé
llamarle para cagarme en su madre.
-¿Lo
quiere para algo? Se lo puedo dar en un papelillo…
-No hace
falta, gracias.
Mientras
me visto recuerdo esta conversación con el farmacéutico y por primera vez me
pregunto por qué diablos iba el médico a escribirme su número de teléfono en la
parte de atrás de la receta de calmantes.
Y de
pronto una imagen borrosa inunda mi cabeza. La enfermera sonriéndome antes de
marcharse, inclinándose sobre la mesilla, haciendo algo… ¿quizá escribiendo?
-Mierda,
joder…
Siento
deseos de golpear una pared… con la mano mala.
¿Es
posible que ella sí dejara un modo de contacto después de todo y yo haya sido
tan gilipollas de perderlo?
Me
pregunto durante cuánto tiempo guardan las recetas en las farmacias y si el
pobre hombre pensará si estoy pirado si se lo pregunto y por qué.
Miro la
hora. Son apenas las 8 de la mañana. Han pasado casi seis meses desde que la
conocí y por primera vez reconozco que probablemente el amor a primera vista
exista. Bueno, a primera vista no, aunque casi.
Camino a
la calle, echo una mirada al póster de “Tú y yo” y me siento absurdamente optimista.
Sin motivo
alguno.
Bien,
estoy harta. Los ojos se me van al ordenador y sé que si me conecto los dedos
teclearán automáticamente una búsqueda de vuelos hacia Murcia.
Me
conozco. Soy impulsiva. Me gustan las aventuras. Pero a veces los impulsos se
pagan con batacazos de los que tardo años en curarme. No sería la primera vez
que me pasa.
Tengo
miedo, pero la tentación es enorme.
Sé que no
podré resistirme.
Además,
tengo excusa.
Necesitan
a alguien en Lorca porque van a homenajear a los que trabajaron allí durante el
terremoto.
¿Por qué
finjo que estoy dudando? No soy capaz de engañarme ni a mí misma. Qué
vergüenza.
En mi
cabeza Angelito se ríe a carcajadas y me recomienda que no meta mucha ropa en
la maleta por si mi viaje es corto, aunque quizá lo diga con segundas
intenciones, con él nunca se sabe.
El
farmacéutico, pobre hombre, alucina un poco cuando le digo lo que quiero
exactamente. Me dice que es imposible, claro. Eso ya lo sabía, pero había que
intentarlo. Me dice que pruebe suerte en la Cruz Roja. Me digo que no entiendo
cómo puedo ser tan idiota, que debería haber empezado por ahí. No sé su nombre,
pero sé que trabaja para ellos, o al menos lo hizo durante el terremoto.
Tras
hablar con mucha gente me dan una lista de todas las enfermeras que trabajaron
en el dispositivo. Lo malo era que no podían darme sus números de teléfono ni
emails por el asunto de la confidencialidad de datos. Lo tengo crudo pero aún y
todo me siento contento.
Entre esas
mujeres está ella, con sus ojos color avellana a la luz de la luna y su sonrisa
a prueba de terremotos.
No sé qué
hago aquí, en el aeropuerto.
Como en
cada aventura, siempre dudo justo en el último momento, durante un par de
segundos. Es absurdo, lo sé, porque una vez que estoy sentada en el avión, el
chute de adrenalina es tan gratificante que las dudas se evaporan como por arte
de magia.
Es una
sensación que me encanta y me aterra a la vez. Ver y sentir cómo la tierra
desaparece bajo mis pies, la sensación de vacío en las tripas, el tonto miedo
del despegue, justo antes de que el avión se afiance en el cielo.
Prefiero
no pensar en la locura que estoy cometiendo.
-Es
trabajo -trato de con vencerme a mí misma, aunque no consigo ni comenzar a
engañarme.
Sé que lo
primero que voy a hacer al llegar a Lorca es buscar su expediente, buscar sus
datos, su nombre, su dirección.
Cuando lo
encuentre… ¿qué le voy a preguntar? ¿Por qué diablos no me llamaste? ¿Girarle
la cara de un tortazo como haría Bette Davis y besarle después hasta dejarle
sin aliento?
Ni
siquiera es guapo, me digo. Normalito. Ojos bonitos, oscuros con largas
pestañas, de esas por las que cualquier mujer mataría. Pelo castaño lleno de
polvo, ropa normalita, de bibliotecario, de oficinista. Su casa estaba llena de
libros, lo recuerdo. Por eso sé que trabaja en algo relacionado con libros,
aunque él no lo dijo.
Frunzo los
labios al pensar en su mano, en lo mucho que debía de dolerle y en lo mucho que
resistió antes de que le inyectara los calmantes. Casi es comprensible que no
me recuerde.
Puedo
imaginarme una escena surrealista en la que por fin le encuentro y él me mira
con una sonrisita irónica y me dice:
-¿Y tú
quién coño eres?
Es una
posibilidad, claro.
Otra
posibilidad es que me plante ante él y me diga que ha estado buscándome por
todas partes. Improbable, pero es otra posibilidad, como he dicho.
Supongo
que lo que ocurra estará entre ambas. O no.
Decido
dejar la búsqueda para después del trabajo. Al fin y al cabo, qué más da un día
más o un día menos.
La
librería ya no es lo que era, pero los clientes fieles no la han abandonado.
Nunca ha dado para muchas alegrías, pero sí para comer.
Procuro
concentrarme en pedidos, recomendaciones y demás tareas diarias, pero todo el
mundo se da cuenta de que no estoy en lo que debería estar. Hasta mis
habituales más despistados me notan en la luna de Valencia.
-Una
chica, seguro –sentencia doña Rosa.
Está
realojada con su hija a más de 20 kilómetros de aquí, pero sigue viniendo casi
cada día aunque sea de visita. De paso me trae algo de comer, porque dice que
últimamente me ve demasiado delgado. En sus ojos vivarachos veo que por fin ha
encontrado la respuesta a sus preguntas. Esa chica es la causante de mi
delgadez y mi desgana, parece decir su mirada.
-Ya sabe
que la única chica para mí es usted, doña Rosa.
-Sí,
claro, con esos ojazos. Me vas a engañar tú a mí, niñato.
Sonrío y
me termino la bandeja de buñuelos que me ha traído. Ella está encantada, porque
siempre me los suelo llevar a casa y sabe que los acabo regalando por ahí. Nota
que algo se está cociendo.
-¿Vas a ir
al homenaje de los voluntarios y los trabajadores en el terremoto?
No sé de
qué me habla, pero suenan campanas en mi cabeza.
El
castillo de Lorca es hermoso, enorme y preside la ciudad majestuosamente.
No puedo
evitar pensar en el Empire State y en “Tú y yo”. Es una tontería lo sé, porque
realmente en la película Cary Grant y Deborah Kerr no llegan a encontrarse allí
y el edificio no es más que un símbolo, por así decirlo, pero mientras nos
dirigimos hacia el castillo, observando a nuestro paso las numerosas ruinas,
los edificios apuntalados, pienso en que estoy en Lorca, seis meses después y
que me ahorraría muchos esfuerzos si ese esquivo idiota apareciera en el
castillo y me dijera:
-Hola, me
llamo…. Me acuerdo de ti.
El
homenaje es emotivo, incómodo y largo, como todos los homenajes. Por momentos
me arrepiento de haber aceptado, como si no mereciera estar aquí, porque al fin
y al cabo hice mi trabajo, me pagaron por ello, y siempre me queda la sensación
de que podría haber hecho más, aunque sé que no es cierto.
Tras unos
minutos, sé que él no está aquí.
Me siento
decepcionada aunque sabía que era una esperanza absurda.
Bien, da
igual, no tengo el billete de vuelta hasta mañana. Aún tengo horas por delante.
Aunque la verdad es que me está entrando pereza. O miedo.
No
entiendo por qué no me dejan entrar en el homenaje. Dicen que el aforo es
limitado.
Podría
decirles que es un asunto de vida o muerte, pero no quiero quedar ridículo ni
peliculero. Además, el guardia me conoce, iba a clase con mi hermano y se
estaría partiendo de risa durante un mes.
Prefiero
esperar. Solo hay una salida. Antes o después tiene que pasar por aquí.
Si es que
ha venido, claro.
Sé que ha
venido. Lo sé. Es una de esas certezas dolorosas.
Duele
tanto como romperte cinco huesos de la mano a la vez, y yo sé cuánto duele eso.
El
homenaje es más largo que un día sin pan. Cuando acaba empieza un desfile de
caras aburridas. La distingo a la distancia y al instante, a pesar de que nunca
la he visto a la luz del día ni demasiado claramente.
Doña Rosa
diría que el amor tiene estas cosas. Probablemente diría que la distinguiría
hasta con los ojos cerrados. Yo no diría tanto, aunque quizás si estuviera lo
suficientemente cerca como para olerla… quien sabe.
Es
delgada, estatura media y no destaca en nada en particular. Oigo su risa y me
contagia al instante. Noto el mismo instante en que me ve y me reconoce. Su
risa se convierte en sonrisa y se queda un poco cortada. Sin embargo no se la
ve sorprendida, o quizá es que disimula muy bien.
Llega
hasta mí su aroma a rosas y violetas, esta vez sin olor a medicamentos y polvo.
Me asalta la certeza de que realmente es ella, como si sus ojos y su sonrisa
hubieran podido engañarme…
-Rubén
–digo estúpidamente.
Ella
sonríe y me saluda con un gesto de la cabeza.
-Encantada,
Rubén. Soy Alicia –responde.
Me encanta este relato!! Es de mis favoritos de "Veinte pétalos".
ResponderEliminarTambién participé en la antología, así que encantada de saludarte, compi ;). Siempre es un placer leerte.
Hola!! Para mi es un relato especial, porque es el que me decidio a tomarmelo en "serio". Me alegra que te guste, compi!!
ResponderEliminarGracias por pasarte por aqui. Nos leemos!!