viernes, 3 de junio de 2016

EL SECRETARIO 3-4: EL TRUCO DEL COSMOPOLITAN (2)

Un día me levanté y sentí un impulso extraño en mi interior: el deseo irreprimible de peinarme (sí, ya podéis reíros todo lo que queráis).
Mientras tres aguerridos muchachos o muchachas (a veces es complicado discernir ciertas cosas en los locales de moda), se empecinaban en alisar y domar mis greñas, alguien puso entre mis manos un ejemplar del Cosmopolitan.
Yo no suelo leer esas cosas, básicamente porque me aburren y me hacer tocarme la entrepierna sospechando que soy un hombre, tal es la idea estrafalaria que tienen ciertas publicaciones de las mujeres en general (o es que yo soy muy rara, todo es posible).
Iba a soltarla como si pudiera contagiarme la gripe A, cuando un titular en la portada captó mi atención.
OLVIDA A TU EX CON EL INFALIBLE MÉTODO COSMO
Sentí cómo una de mis cejas saltaba hacia arriba como por iniciativa propia. Seguro que era una de esas bobadas absurdas que no servían para nada, basadas en compras de cosas carísimas y quererse mucho a sí misma (algo que yo ya hacía sin necesidad de que me lo dijeran ellos), pero mis manos abrieron la revista por sí mismas y mis ojos recorrieron el artículo con interés.
Mientras los pobres esteticistas se peleaban con mis greñas, yo me dediqué a poner en marcha la primera parte del plan Cosmo para olvidar a los ex más inolvidables: hacer una lista con todos sus defectos para ver que no eran tan perfectos como creemos.
—Ummm —murmuré, haciendo que mis tres peluqueros dieran tres pasos hacia atrás, acojonados, aunque volvieron al ver que no parecían en peligro mortal, por el momento.
Estaba claro que Alain no era perfecto, ni de lejos. Bueno sí, ¿pero su misma perfección no era una imperfección irritante en sí misma?
Anoté eso en una libreta que saqué del bolso y la subrayé tres veces con rabia:
—Perfección irritante y hasta diría que asquerosa. No sabe lo que es el sentido del humor. —Cualquiera lo diría, pero aquello funcionaba, me animaba por momentos—. El gusto musical… mejor pasemos a lo siguiente. Nunca sé lo que piensa. El acento es tan ridículamente… —sentí que me estremecía a mi pesar. Taché lo del acento. Aquello no era un defecto, estaba claro—. El muy maldito es tan…
En algún momento había empezado a hablar en voz alta, y todo el mundo me miraba con sonrisitas de esas que dan ganas de partir caras.
—¿Por qué no nos has dicho que te han roto el corazón? En casos así hacemos descuento —dijeron los tres peluqueros (o peluqueras) al unísono, cabreándome.

Quise decir que no necesitaba ningún descuento, que yo no tengo corazón, que el mismo Alain lo había dicho, y había decidido aplicarme el cuento de una vez.

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