Un día me
levanté y sentí un impulso extraño en mi interior: el deseo irreprimible de
peinarme (sí, ya podéis reíros todo lo que queráis).
Mientras tres
aguerridos muchachos o muchachas (a veces es complicado discernir ciertas cosas
en los locales de moda), se empecinaban en alisar y domar mis greñas, alguien
puso entre mis manos un ejemplar del Cosmopolitan.
Yo no suelo
leer esas cosas, básicamente porque me aburren y me hacer tocarme la
entrepierna sospechando que soy un hombre, tal es la idea estrafalaria que
tienen ciertas publicaciones de las mujeres en general (o es que yo soy muy
rara, todo es posible).
Iba a
soltarla como si pudiera contagiarme la gripe A, cuando un titular en la
portada captó mi atención.
OLVIDA A TU
EX CON EL INFALIBLE MÉTODO COSMO
Sentí cómo
una de mis cejas saltaba hacia arriba como por iniciativa propia. Seguro que
era una de esas bobadas absurdas que no servían para nada, basadas en compras
de cosas carísimas y quererse mucho a sí misma (algo que yo ya hacía sin
necesidad de que me lo dijeran ellos), pero mis manos abrieron la revista por
sí mismas y mis ojos recorrieron el artículo con interés.
Mientras los
pobres esteticistas se peleaban con mis greñas, yo me dediqué a poner en marcha
la primera parte del plan Cosmo para olvidar a los ex más inolvidables: hacer
una lista con todos sus defectos para ver que no eran tan perfectos como
creemos.
—Ummm —murmuré,
haciendo que mis tres peluqueros dieran tres pasos hacia atrás, acojonados,
aunque volvieron al ver que no parecían en peligro mortal, por el momento.
Estaba claro
que Alain no era perfecto, ni de lejos. Bueno sí, ¿pero su misma perfección no
era una imperfección irritante en sí misma?
Anoté eso en
una libreta que saqué del bolso y la subrayé tres veces con rabia:
—Perfección
irritante y hasta diría que asquerosa. No sabe lo que es el sentido del humor. —Cualquiera
lo diría, pero aquello funcionaba, me animaba por momentos—. El gusto musical…
mejor pasemos a lo siguiente. Nunca sé lo que piensa. El acento es tan
ridículamente… —sentí que me estremecía a mi pesar. Taché lo del acento. Aquello
no era un defecto, estaba claro—. El muy maldito es tan…
En algún
momento había empezado a hablar en voz alta, y todo el mundo me miraba con
sonrisitas de esas que dan ganas de partir caras.
—¿Por qué no
nos has dicho que te han roto el corazón? En casos así hacemos descuento —dijeron
los tres peluqueros (o peluqueras) al unísono, cabreándome.
Quise decir
que no necesitaba ningún descuento, que yo no tengo corazón, que el mismo Alain
lo había dicho, y había decidido aplicarme el cuento de una vez.
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