Permítaseme parafrasear a la gran Jane Austen, a mi peculiar
manera, eso sí, y decir que toda autora, como todo el mundo sabe, necesita un
secretario. Alguien que recoja los papeles, las ideas, que lo ordene todo, y
que además haga las correspondientes correcciones. En definitiva, alguien que
haga el trabajo sucio.
Así que yo había decidido contratar a alguien para estas
tareas. Daba por descontado que haría otras además de estas, como prepararme
algún té de vez en cuando y coger las llamadas, atender a los periodistas si es
que algún día llamaban a mi puerta y llevar las cuentas, para lo cual soy un
auténtico desastre.
Y luego estaba el motivo no declarado: tener secretario da
empaque.
Di por ahí que tienes secretario y ya verás cómo te miran
distinto, como si fueras alguien. A mí no es que eso me quite el sueño, el qué
dirán me la trae bastante al pairo, pero soy consciente de que en mi trabajo la
imagen es algo importante. Ya que mi imagen física no es muy allá, mi secretario
se encargaría de cumplir ese rol de seriedad que yo no tenía. De algún modo, yo
creía que él (o ella) se encargaría de esas cosas de la imagen y yo podría
dedicarme a lo que debería hacer realmente una escritora: escribir.
Por esas cosas de terminar la labor cuanto antes, decidí
poner un anuncio y hacer todas las entrevistas el mismo día. Sería un coñazo,
pero bueno, para ser un poco más libre hay que sufrir, pensé.
Debería haberme mosqueado en el primer instante, pero la
verdad es que no caí en la cuenta hasta más tarde. Yo recibía a los candidatos
en mi despacho, algo arreglado para la ocasión (y para no asustarles antes de
tiempo) y, tras la entrevista correspondiente, sencilla y al grano, les decía a
cada uno de ellos que le dijeran al siguiente que pasara.
A mí me parecía extraño que todos fueran hombres, pero
bueno, esas cosas pasan a veces. La crisis ha hecho estragos y los hombres
ahora hacen cosas que nunca antes hubieran hecho, como aceptar puestos
asociados a las mujeres. (No pongáis esa cara, ¿cuántos secretarios hombres
conocéis?).
Cuando ya habían pasado unos cuantos, pensé que algo
ocurría, así que asomé la cabeza al fin. Y entonces recordé el anuncio y caí en
la cuenta:
“Se necesita secretario.
Imprescindible buen uso del lenguaje, paciencia y muchas ganas de trabajar.
Abstenerse gente con prejuicios.”
Maldita corrección
política, pensé. Al parecer a todo el mundo se le ha olvidado que existe algo
llamado lenguaje neutro. Ahora entendía que no se hubiera presentado ni una
sola mujer (véase entender con toda la ironía del mundo). Secretario no
necesariamente implica que el indicado tenga que ser un hombre, me dije con un
suspiro.
En fin, de perdidos al
río.
Ya estaban allí y no los
iba a echar.
Había de todo, desde
jovencitos con pinta de intelectuales que no paraban de soplarse los
flequillos, hasta maduros con cara de trasnochados y carpetas enormes bajo el
brazo, que echaban miradas nerviosas a sus contrincantes, como temiendo que
hubiera un factor de edad determinante.
Volví al despacho,
dispuesta a terminar la tarea, no siempre sencilla. Hubo uno, de hecho, de
infausto recuerdo, que no paró de hablar en todo el tiempo en que estuvo
dentro. Puse en un margen que hablaba demasiado y lo despaché… y era una
lástima, porque era el que mejor currículum tenía hasta ese momento. Y qué
decir del resto. Uno a uno fueron pasando por mi despacho, presentándome unas
credenciales que me dejaron abrumada en unos casos y sorprendida en otros.
Estaba mal la cosa, ciertamente. Informáticos, profesores jubilados, escritores
en busca de una oportunidad y que aprovechaban para intentar colarme un
manuscrito…
Ya pensaba que había
terminado y estaba a punto de encerrarme para deliberar cuando vi que todavía
quedaba el último candidato.
Estaba sentado en una
esquina, leyendo tranquilamente un libro inmenso, como si la cosa no fuera con
él. A sus pies, una cartera de cuero con pinta de haber vivido tiempos mejores.
Bien vestido pero no impresionante, elegante pero sin pasarse. Atractivo pero
no de los que llaman la atención en exceso. Si tuviera que elegir una palabra
para calificarlo sería la siguiente: discreto.
Lo observé unos instantes
en silencio sin que se diera cuenta, pero él siguió leyendo.
Carraspeé al fin. Él alzó
una mano, como mandándome callar.
Siguió leyendo un poco
más, quizás un minuto. Al fin vi que pasaba de página, que parecía ser el final
del capítulo, asentía con la cabeza, colocaba un marcapáginas vetusto, se
levantaba, y me precedía a mi despacho.
Se sentó sin que se lo
pidiera. Sacó una hoja de papel de su cartera, la puso sobre mi mesa y me miró
en silencio. Bastante sorprendida por su actitud, sin saber si era
todavía más antisocial que yo o simplemente maleducado, la miré antes de
sentarme.
La lista de carreras y
estudios era impresionante, tanto que pasé de seguir leyendo.
Fruncí el ceño y lo miré.
—¿Por qué?
—¿Por qué no?
Tenía acento francés.
Volví a mirar la hoja. Alain Panphile. No me reí, estoy acostumbrada a escuchar
nombres peores sin reírme. Aunque me costó, lo reconozco.
—Ahórreme las bromas por
el nombrecito –dijo, aunque no parecía preocupado de que las hiciera. Se ve que
tenía el culo pelado.
Me senté en mi silla y
dediqué varios minutos a leer su currículum.
—Algo me dice que no tiene
usted nada de pánfilo –dije al llegar al final de la lista de trabajos
anteriores. Era tan apabullante que se me juntaban las letras de solo pensar en
lo que supondría tenerlo allí.
No sonrió, pero estoy
segura de que hubo algo de regocijo en su mirada. Eso no quiere decir que le
hiciera gracia tampoco. Alain Panphile no parecía el tipo de persona que se ríe
con los chistes. Ni con nada.
—¿Cuándo empiezo?
Se había levantado y había
recogido del suelo su cartera, y de la mesa su libro. Me miraba como si leyera
todos mis pensamientos.
—¿Qué le dice que le voy a
escoger a usted?
Ahora sí sonrió.
—La he investigado. Nadie
lo hará como yo, créame.
Es un prepotente, pero era
decididamente el mejor candidato.
Y obviamente, le contraté.
Y solo de vez en cuando
pienso que debería preocuparme por el hecho de que parece conocerme un poco…
demasiado…
Cuando vi a Lorito
esperando para ser entrevistado sentí… cómo decirlo… inquietud. Era el único
entre todos los presentes que podía hacerme algo de sombra. El resto de los
candidatos eran mediocres como poco.
Me pregunté cómo una
autora desconocida y sin prestigio había conseguido atraer a tal cantidad de
candidatos para un puesto tan insignificante como ese. Solo la desesperación
podía hacer que alguien mínimamente inteligente decidiera enterrarse en un antro
como ese, corrigiendo manuscritos absurdos con historias románticas
inverosímiles y llenas de errores sangrantes. Solo la crisis podía justificar
que hubiera allí más de dos personas.
Pero yo deseaba ese
puesto. Lo deseaba tanto que casi dolía. Ese puesto representaba seguridad y
estaba dispuesto a hacer lo que fuera para conseguirlo.
-Alain -me saludó Lorito, más
comedido de lo usual. Era evidente que me consideraba su rival más peligroso y
prefería mantener las distancias¾. Cuánto tiempo.
Sentí su mirada
recorriéndome, seguramente tratando de averiguar por mi aspecto si los rumores
eran ciertos. Mi fachada permaneció inmutable, e incluso estiré los labios en
una sonrisa que no debió parecer demasiado amable, a juzgar por cómo se removió
en su sitio.
-Sí, mucho tiempo -respondí, antes de volver
a mi libro, cortando toda posible conversación.
Fui viendo cómo
desaparecían todos uno a uno, sabiendo que ninguno tenía nada que hacer, salvo
tal vez Lorito. Su currículum no era tan impresionante como el mío, pero ¿quién
sabe qué impresiona a una ignorante autora de romántica? Solo había que ver esa
casa para ver que era tan caótica en todo como en sus obras. Si no fuera por
ese pequeño rasgo a su favor que la diferenciaba de las demás y que había
descubierto en su expediente, jamás hubiera respondido a ese anuncio.
Cuando al fin fue mi
turno, me cogió justo al final de un capítulo, algo imperdonable, así que la
hice esperar hasta que terminé. Ella se enfadó, obviamente, pero un autor
debería entender algo así.
La entrevista fue absurda,
como todo en aquella situación. Y su aspecto no lo era menos. Ese pelo rojo y mal peinado, esos labios
rojos, ese aspecto aniñado a pesar de que ya pasaba de los 30 años. Era
evidente que la seriedad brillaba por su ausencia en aquella casa.
Y, sin embargo, quería ese
trabajo. Así que me arriesgué. Jugué con su curiosidad, y tal vez me pasé y la asusté al decirle que
la había investigado, pero supe que había funcionado cuando ella entrecerró los
ojos y me dijo que ya me llamaría.
Ya sé que es lo que se
suele decir en estas circunstancias, pero con un currículum como el mío,
siempre me llaman, es un hecho.
Me encanta que hayas puesto desde el punto de vista de Alain
ResponderEliminarVas a hacer mas historias de Alain??(porfa di k siii!!!!)
Estoy escribiendo toda la historia desde el principio. ..y Alain está escribiendo su parte. Se verán cosas que se han visto y se sabrá si pasado...ummm
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