Lince
entró en el estanco como un elefante en una cacharrería.
No
había moros en la costa.
Se
llevó la mano al oído, donde llevaba el minúsculo auricular para comunicarse
con los tres agentes que le cubrían desde el exterior.
—Nadie
a la vista. La chica no está aquí.
Esperó
unos segundos, pero no hubo respuesta.
Frunció
el ceño. Era extraño, ya que esa tecnología tenía un alcance más que necesario
y no oía nada más que un lejano zumbido de estática.
—Mierda
–rezongó.
¿Dónde
diablos estaban esos tres? Seguramente se habían entretenido contemplando los
monumentos, para variar.
No
les reprochaba que se entretuvieran mirando a las chicas. Esa misión había sido
una estupidez desde el principio.
Una
niña pija desaparecida en los suburbios de Barcelona, engatusada por una
especie de grupo folklórico semiterrorista… ¿En qué se estaba convirtiendo ese
país? ¿Tan aburrida estaba la juventud?
Con
un suspiro de agotamiento, Lince se tumbó encima del mostrador para mirar por
detrás, no fuera a reprocharle Aída que no había buscado por todos los
rincones.
No
vio venir el golpe.
Lo
último que pensó, mientras la vista se le nublaba más y más fue:
—¿Me
ha arreado semejante hostión con una escoba?
María
Dolores le dio una patada al tipo inconsciente a sus pies, solo para comprobar
que estaba realmente KO. Con estos de la secreta nunca se sabía…
Se
agachó junto a él y le arrancó el intercomunicador de la oreja, a pesar de que
el estanco estaba equipado con un inhibidor de frecuencia que no dejaba entrar
ni salir la señal de audio. Lo pisó hasta escuchar un delicioso crujidito.
Lo
pinchó con el palo de la escoba para comprobar nuevamente su nivel de
consciencia.
Puso
los ojos en blanco cuando él gruñó débilmente.
—Hay
que joderse con la mollera tan dura que tienen los catalanes, chiquillo… —comentó
antes de soltarle otro mamporro.
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