—Y allí
estaba, defendiendo a ese impresentable, y atacándome a mí. ¡A mí! ¿Te lo
puedes creer? ¡Yo, que lo he dado todo por él, que hasta me planteé cambiar por
él!
—Pero no lo
hiciste…
Miré a
Pascal, que se había plantado en mi sofá y, no sabía cómo, se había adueñado de
mis pies desnudos y los masajeaba con apasionamiento enfermizo con la excusa de
consolarme.
—Eso da
igual, el caso es que me lo planteé. Y pensar que me ofreció algo similar al
matrimonio. ¡Y yo me lo creí! Yo, que no creo en esas cosas… Perdió el culo
para ir a trabajar con el primer literato repelente que se lo ha ofrecido. Debe
de estar encantado de la vida, porque Moncho no trabaja ningún género ni nada
que no sea literatura de la buena. Seguro que hasta su papel higiénico tiene
citas de Julian Barnes escritas.
—Se te nota
que no le guardas rencor y que lo has superado…
—Y tú te
estás ganando salir de casa de una patada en tu trasero francés. Te recuerdo
que eres el enemigo y que, ahora que lo pienso, no deberías estar aquí
siquiera.
El rubio
detuvo sus manos sobre mis delicados piececitos con temor y me miró con una de
sus encantadoras, aunque peligrosas, sonrisas.
—Tienes razón en todo lo que dices. Mi primo es
lo peor, llevo mucho tiempo diciéndotelo. Por cierto, ¿cuándo me traslado?
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